SAMUEL JOHNSON
Ayer en la mañana me senté por fin a deliberar qué tema, de entre los muchos que llegaban a mi imaginación, sería el más indicado para escribir mi artículo de hoy. Después de un breve esfuerzo meditativo, al cabo del cual nada quedó resuelto, empecé a sentirme cada vez más indeciso, mis ideas se escapaban del proyecto inicial, y ya más bien mi único deseo era centrarme en un tema fijo, el que fuera; y todo siguió así hasta que tuve que despertarme de ese sueño contemplativo por los urgentes requerimientos de la imprenta: había llegado el momento de entregar lo que yo, de ese modo negligente, me había negado a ejecutar, y, ahora, así estuviera plagado de dudas y con una flojera mayor, necesitaba ponerme a escribir.
Acumulación de la pereza
Aunque para un escritor de miscelánea como yo —es decir, con la posibilidad de acomodarse a cualquier tema relacionado con la vida diaria o con algún asunto cultural— no significa un grave problema el hecho de verse obligado a escribir un texto al vapor, aún así no dejaba de mortificarme y de reprocharme a mí mismo por haber pospuesto durante tanto tiempo lo que finalmente sería inevitable realizar, y que cada momento de pereza dificultaba aún más. Sin embargo sentí algo de alivio al reflexionar que yo, aunque había perdido el tiempo tontamente hasta que la diligencia se había hecho necesaria, tenía aún motivos para no desesperarme, en comparación con otros que desperdician el tiempo hasta que la diligencia ya es en vano; los que bajo ningún grado de actividad o aplicación pueden recobrar las oportunidades desvanecidas, y que están condenados por su propio descuido a la desesperanza calamitosa y la estéril lamentación.
La locura de permitirnos la demora en lo que sabemos finalmente inesquivable, es una de las debilidades generales que, a pesar de las enseñanzas de los moralistas y los argumentos de la razón, prevalece en todas las mentalidades ya sea en menor o mayor grado: incluso aquellos que la enfrentan con más estabilidad sienten que es, si no la más violenta, sí la más pertinaz de sus pasiones, la que vuelve siempre renovando sus ataques y la que, aunque muchas veces salga derrotada, nunca es destruida por completo.
La fuerza de la inercia
De hecho, es natural concederle al presente una atención especial, y darle más importancia a todo aquello que, por su cercanía, puede impresionarnos más profundamente. Por tanto, cuando uno está a punto de sufrir un dolor agudo o siente próximo algún peligro excepcional, es muy difícil que pueda desechar completamente las seducciones de la imaginación; creemos como si nada que otro día traerá el apoyo o las ventajas que ahora queremos; y nos dejamos persuadir fácilmente de que el momento en que se hará necesario actuar (y el cual deseamos nunca llegue) está a mucha distancia de nosotros.
Así se extingue la vida en la ansiedad depresiva, y se consume en una serie de resoluciones que la mañana siguiente basta para disipar; construyendo proyectos que difícilmente esperamos cumplir y reconciliándonos por nuestra cobardía mediante el uso de excusas que, aunque las aceptamos, las sabemos absurdas; hora tras hora, nuestra fortaleza se menoscaba miserablemente al entregarnos a un perpetuo estado contemplativo; cada concesión sumisa a nuestro miedo expande el dominio del mismo; no sólo desperdiciamos ese tiempo en que los males que tememos pudieran ser sufridos y superados en el acto; por el contrario, mientras que la dilación no alivia en ninguna forma nuestros problemas, sí los vuelve cada vez menos superables al instalar los terrores habituales. Si los males no pueden evitarse, es de sabios reducir el intervalo de espera; estar conscientes, nada más, de cuáles serán los sufrimientos que pueden alcanzarnos si intentamos emprender el vuelo; y sufrir únicamente su daño real sin los conflictos anticipados de la duda y la angustia.
Actuar es mucho más fácil que sufrir; no obstante, todos los días vemos cómo se retarda el curso de la vida por la vis inertiae ("fuerza de la inercia"), la mera repugnancia al movimiento, y encontrarmos a los demás afligiéndose por la carencia de eso que sólo la pereza les impide gozar. El caso de Tántalo, en esa zona del castigo poético, era algo en cierta forma compadecible, porque los frutos que colgaban junto a él se retiraban al contacto de su mano; pero ¿qué compasión pueden exigir aquellos que, aunque tal vez sufran los dolores de Tántalo, nunca extenderán las manos para acceder a su propia liberación?
Generación de lentos
No hay nada más común en esta generación de lentos que las quejas y las lamentaciones; lamentaciones de infelicidad que sólo la vagancia y la suspicacia les expone a sentir, y quejas por la angustia que está en su propio poder superar. Por lo general se asocia la holganza con la inhibición. A veces el miedo, que vuelve prohibitivas las empresas al infundir la desconfianza en el éxito; o el fracaso constante en esfuerzos que no llevan a ningún lado, o bien el deseo perpetuo de evitar el trabajo, van imprimiendo gradualmente falsos temores en la cabeza. Pero una vez que el miedo, ya sea natural o adquirido, se apodera por completo de la imaginación, ya nunca dejará de asediarla con visiones calamitosas; y todo esto al grado de que, si no son disipadas por el trabajo útil, la instalarán de inmediato en el terror y amargarán la vida no sólo con esas miserias que atormentan en menor o mayor grado a todos los seres humanos, sino con las otras, que de hecho no existen aún, y que sólo pueden discernirse ahí donde se da la perspicacia de la cobardía.
Mover la cabeza de la almohada
Entre todos los que sacrifican las ventajas futuras a las inclinaciones presentes, es difícil encontrar una ganancia tan ínfima como la que reciben aquellos que sufren el congelamiento causado por la pereza. Otros, para satisfacer las pasiones, se corrompen por algún placer más tentador o poderoso; pero posponer nuestros deberes tan sólo para evitar el trabajo de realizarlos (un trabajo siempre recompensado puntualmente), es sucumbir seguramente a una de las tentaciones más débiles. La flojera no puede asegurar nunca la tranquilidad; los llamados de la razón y la conciencia se abrirán paso a través, incluso, del pabellón más hermético que pueda oponer el holgazán; y aunque tal vez no tengan el poder necesario para moverle la cabeza de la almohada, sí serán lo suficientemente fuertes como para estorbarle el sueño. Esos momentos que el flojo deja de resolver en algo útil, debiendo dedicarlos a una satisfacción más plena de su persona, serán usurpados siempre por los poderes que le estorbarán el disfrute de tales momentos; el remordimiento y el enojo se ceñirán sobre ellos y le impedirán gozar lo que está tan deseoso de obtener.
Discernimientos varios
Hay otras causas de inactividad, pero éstas van relacionadas con facultades activas y con la posesión de un agudo discernimiento. El hombre al que se presentan muchos objetivos al mismo tiempo, dudará frecuentemente entre impulsos diversos hasta que un deseo opuesto haya desplazado al anterior o cambiado su curso según vayan surgiendo nuevos atractivos, y todo esto lo hostigará impidiéndole el avance. Aquel otro que ve caminos diferentes para un mismo final, y quien, a menos que se imponga cuidadosamente una decisión tajante, desperdiciará muchísimo de su tiempo ajustando cuentas y comparando las diversas probabilidades, deteniéndose largamente para elegir su propio camino hasta que algún accidente interrumpa su viaje. Aquel otro con agudeza para predecir consecuencias remotas y quien, cada vez que aplica su atención a un modelo determinado descubre nuevos proyectos, ventajas y posibilidades de ensanchar las perspectivas, no se dejará persuadir con facilidad de que su proyecto ya está listo para la ejecución; añadirá, por el contrario, un impedimento a otro, multiplicará las complicaciones y se perderá él solo puliendo banalidades, hasta que se vea enredado y extraviado en su propio esquema, perplejo ante la variedad de sus intenciones. Aquel que se entrega siempre a una nueva búsqueda que parece más prometedora, desperdiciará su vida vagando sin ningún caso de un campo a otro. Aquel otro, que resulta similar al hombre que busca instalar en su propia casa todas las comodidades; el que puede dibujar planos o emprender el estudio del arquitecto Palladio pero que nunca colocará una sola piedra: ese hará el intento de escribir un ensayo sobre algún tema importante, compilará materiales, consultará autores y estudiará todos los aspectos tangenciales del tema, pero nunca concluirá que ya está todo listo para sentarse a escribir. El otro, capaz de concebir la perfección, difícilmente se contentará sin ella; y como la perfección no puede alcanzarse, perderá la oportunidad de hacer las cosas lo mejor que pueda, atento a la vana esperanza de la excelencia inatrapable.
El honor de la pelea
La certeza de que la vida no dura mucho, y la probabilidad de que resulte más corta aún de lo que naturalmente nos es permitido, debiera despertar a cada hombre y encaminarlo a la prosecución diligente de lo que está deseoso de llevar a cabo. Es cierto que ninguna actividad asegura el éxito en sí misma; la muerte puede interrumpir incluso la carrera menos accidentada; pero el que ha sido segado mientras realizaba una labor honesta, tiene al menos el honor de caer con altivez, y ha dado la pelea, aunque no alcanzar la victoria.
Fuente: http://www.nexos.com.mx/internos/saladelectura/travesia/samuel.asp
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