viernes, 20 de marzo de 2009

SANDOR MARAI.

DIARIOS

1984
Me tambaleo por las calles […] La visión del ojo izquierdo es casi nula, no puedo leer ni escribir con él. Con el derecho veo borroso, y no sé hasta cuando. Lo único que lamento es que cuando se acabe, se habrán acabado también las lecturas; no echaré de menos nada más. L. se ha caído otra vez; por suerte no ha sido nada grave, un simple accidente de baño; los dos viejecitos, enfermos y ciegos que somos, todavía nos brindamos apoyo mutuamente. Y siempre cabe decir que podría ser peor. Lo cual no deja de ser cierto.

Este volumen de diarios es como hacer mutis, poner el punto final a una escritura muy extensa. Vivimos día a día, tambaleándonos, a tientas a orillas del Pacífico. Leer constituye un esfuerzo vano, escribir es ya simplemente un acto compulsivo. Todos los que me importan están muertos, masacrados.

Después de comer, inesperadamente y sin que nada lo hiciera prever, L. sufre un mareo y cae. En los últimos años le ha ocurrido varias veces.

1985
Es una especie de sorpresa para mí, para nosotros, haber llegado al Año Nuevo. Prácticamente ninguno de los escritores que fueron mis coetáneos vive ya. Y la literatura de la que yo formaba parte también se está muriendo.

Hoy estaba buscando algo en Diarios 1943 – 1944 y en un momento determinado leí las siguientes líneas: “He vivido cuarenta y tres años. ¿Y si me queda lo mismo por vivir? ¿Llegaré a los ochenta y seis? ¿Seré más sabio? ¿Más feliz? ¿Habré resuelto mis dudas sobre Dios, sobre la gente, sobre la naturaleza y lo sobrenatural? No creo: la experiencia requiere tiempo; sin embargo, el tiempo –más allá de cierto conocimiento- no ofrece una experiencia más profunda. Simplemente seré mayor, ni más ni menos”.

Ya no tenemos futuro, la vida está completa, solo aspiro a poder irme tranquilamente. Cada día se añaden síntomas del desgaste físico y mental. A veces me siento como un recuerdo de mí mismo.

Debido a su ceguera casi absoluta, L. sufre un percance cortándose las uñas y se produce una fea herida. […] En casa se desmaya otra vez […] de alguna manera, casi a cuatro patas, consigo arrastrarla a la cama. Después de descansar unas horas se siente mejor. Empezamos a hablar sobre qué haremos si uno de los dos se va.

Llevo tres semanas cuidando a L. día y noche. En la habitación del enfermo, como en la cárcel, el tiempo no existe. Día y noche, horas y minutos se funden en una sola línea. La enfermedad es volumen, como el tiempo.

L. se sometió a un nuevo reconocimiento médico en el hospital y al cabo de tres días la trasladan al cercano convalescent hospital, la institución para enfermos terminales. Le pido al médico que la envíe a casa con la vigilancia constante de una enfermera, porque al menos así podríamos estar juntos. Él dice que eso es imposible: el cuidado en casa queda descartado, porque no sólo necesita una enfermera que la atienda día y noche, sino también cuidados médicos. […] No hay nada más que hacer. Sólo lo que ha ocurrido: el hospital, cuidarla allí, esperar que se recupere o que se duerma. Tenemos la misma edad, hemos vivido la vida entera (ochenta y seis), si el destino es piadoso moriremos juntos, lo que sería un gran regalo.

En los pasillos del hospital y por las puertas abiertas de las habitaciones se hace patente la existencia del orco. Lo que Esquilo le contó a Ulises sobre el orco. Ancianos en sillas de ruedas, atados con una correa por la cintura, caídos hacia delante, con la lengua fuera. La gran prueba de la vida no es la muerte, sino el morir. Sin embargo, hay algo obsceno en la enfermedad y la muerte. El reverso de lo corporal es lascivo y abominable.

Si no creyera que ella me necesita (o me hiciera ilusiones de ello), tomaría una decisión drástica respecto a mí mismo. Pero no tengo derecho a escapar.

Soy muy desgraciado. Ya no me ayuda el razonamiento de que se nos haya terminado la vida. Ha sido un ser maravilloso, la mujer completa, el compendio de todo lo humano, de las virtudes femeninas, el sentido de mi vida, y sigue siéndolo. Si se va, ya nada tendrá sentido.

1986
4/enero. L. ha muerto.

Hace dos semanas fui a una tienda del otro extremo de la ciudad para comprarme un arma de fuego […] No tengo planes de suicidio, pero si el envejecimiento, la debilitación, la pérdida de mis capacidades avanzan al mismo ritmo, es bueno saber que podré acabar con ese humillante deterioro en cualquier momento, y no tendré que temer lo peor: terminar en uno de esos vertederos institucionales, en un hospital o una residencia de ancianos. Sin embargo, hay que tener suerte incluso para eso, porque la apoplejía puede impedir la huida.

1987

La vejez. EL viejo tiene que decidir cómo gestionar la soledad. ¿Qué es más adecuado: ser solitario a solas o vivir solo en compañía? Hace más de un año que vivo en la soledad solitaria. No es fácil, tampoco lo considero auténtica “vida”, pero es más tolerable que la soledad acompañada.

Dos meses de inmovilidad, como un muerto en vida. Pequeños objetivos –salir a la calle, dar un paseo de diez minutos, hacer la compra-, el esfuerzo de una expedición.

1988

Llevo dos años y medio en esta “celda de aislamiento, cadena perpetua”. Me levanto a la una de la tarde, apago la luz a las tres de la madrugada. Pueden pasar varios días sin que me afeite, o sin que me gaste ni una moneda. A veces escribo una carta. La literatura, la lectura, están lejos. No echo de menos a nadie.

La soledad que me envuelve es tan densa como la niebla invernal, es palpable. Hasta la ropa huele a muerte.

Ya no sólo han muerto mis familiares directos, mis compañeros de profesión y estudio, sino mis enemigos también. Si volviera a Budapest no encontraría a nadie con quien enfadarme.

1989
15/enero. Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora.