lunes, 6 de abril de 2009

John Updike

CORRE, CONEJO.

Los días van bien mientras Nelson está despierto, pero cuando el niño se duerme, cuando su rostro se hunde en el sueño y su aliento se arrastra dentro y fuera de sus desvalidos labios que depositan saliva en la sábana de la cuna y su cabello se desparrama en finos mechones y la perfecta piel de sus gordas y flojas mejillas, agotadas de moverse, yace sellada bajo un intenso rubor, entonces un espacio muerto se abre en Harry y siente miedo. El sueño del niño es tan profundo que él teme que se pueda romper la membrana de la vida y caiga en el olvido. A veces se acerca a la cuna y coge al niño en brazos, sólo para tranquilizarse a sí mismo con su calor y el cariñoso y torpe movimiento de protesta de sus caídos y débiles miembros.

Agitado deambula por el apartamento, encendiendo todas las luces y la televisión, tomando ginger ale y hojeando antiguos números de Life, aferrándose a cualquier cosa para llenar el vacío. Antes de acostarse para a Nelson frente al inodoro, haciendo correr el agua del grifo y pasando suavemente la mano por las tensas y desnudas nalgas hasta que el pipí brinca del irritado sueño del niño y a sacudidas se va virtiendo en la taza. Entonces le pone un pañal a Nelson y lo devuelve a la cuna y se hace el ánimo para saltar sobre el profundo abismo desde ahora hasta el momento en que en la afelpada inclinación del sol de la mañana el niño aparezca, resucitado, con los pañales empapados, junto a la cama matrimonial, dando palmaditas en la cara de su padre, experimentando. Algunas veces se mete en la cama, y entonces el viscoso y frío paño que sorprende la piel de Conejo es como volver a tocar una húmeda y firme orilla.