martes, 14 de abril de 2009

VONNEGUT

de payasadas (fragmento)

Nunca llegó a mencionar el artilugio electrónico que le permitió volver a unir su mente con la de su hermana y recrear el genio que habían sido en la niñez.
El artilugio, llamado “El Trujamán” por los pocos que lo conocían, consistía en un trozo de cañería de arcilla, aparentemente muy normal, que medía dos metros de largo y veinte centímetros de diámetro. Estaba colocado tal cual sobre una caja de acero que contenía los controles de un enorme acelerador de partículas. Este acelerador era una pista magnética de carreras, en forma de tubo, para entidades subatómicas, que serpenteaba sobre los campos de maíz en las afueras de la ciudad.
Así es.
Y en cierto modo el Trujamán era un fantasma, ya que el acelerador de partículas hacía ya mucho tiempo que había dejado de funcionar por falta de electricidad y por falta de entusiastas de todo lo que era capaz de hacer.
Francis Hierro–7 Trujamán, el encargado de la limpieza, colocó el trozo de cañería sobre la caja y también dejó allí un momento el cubo que contenía su almuerzo. De pronto oyó unas voces que provenían de la cañería.

Fue a buscar al doctor Félix Bauxita–13 von Peterswald, el científico a quien había pertenecido el aparato. Pero la cañería no volvió a hablar.
Sin embargo, el doctor von Peterswald, con su deseo de creer en el ignorante señor Trujamán, demostró que era un gran científico.
—El cubo —dijo finalmente—, ¿dónde está el cubo?
Trujamán lo tenía en la mano.
El doctor von Peterswald le pidió que lo colocara exactamente como lo había hecho antes.
La cañería rápidamente se puso a hablar.

Los que hablaban se identificaron como personas pertenecientes a la otra vida. En segundo plano, se escuchaba un coro de gente que conversaba y se quejaba del tedio, de los pequeños desaires que sufría, de dolencias sin importancia, etc.
Como anotara el doctor von Peterswald en su diario secreto: “Se parecía mucho a lo que uno escucharía al otro lado del teléfono en un lluvioso día de otoño, desde un criadero de pavos mal llevado”.
Hi ho.

Cuando el doctor Swain habló con su hermana Eliza a través del Trujamán, se hallaba en compañía de Wilma Pachysandra–17 von Peterswald, la viuda del doctor von Peterswald, y David Narciso–11 von Peterswald, su hijo de quince años, hermano del doctor Swain y víctima del mal de Tourette.

El pobre David sufrió un ataque justo en el momento en que el doctor Swain comenzaba a hablar con Eliza a través del Gran Abismo.
David trató de ahogar el involuntario torrente de obscenidades, pero sólo consiguió subir el tono de voz en una octava.
—Mierda... esputo... escroto... cloaca... ano... membrana mucosa... cerumen... orines...

El doctor Swain perdió el control y, alto y anciano como era, se subió involuntariamente sobre la caja. Se inclinó sobre la cañería para estar más cerca de su hermana. Dejó que su cabeza colgara hacia abajo frente al extremo de la cañería y sin darse cuenta tiró al suelo el cubo clave, interrumpiendo así la comunicación.
—No se oye nada —dijo el doctor.
—Perineo... fornicación... mierda... glande... monte de Venus... placenta —decía el muchacho.

La viuda del doctor von Peterswald era la única persona sensata que se encontraba a ese lado de la cañería, de modo que fue ella la que volvió a colocar el cubo en el lugar correspondiente. Tuvo que encajarlo en forma más bien brutal entre la cañería y la rodilla del presidente. Y de pronto se vio atrapada en una posición grotesca, apoyada sobre la cubierta de la caja, con una mano extendida y los pies a unos pocos centímetros del suelo. Junto con el cubo, el presidente le había cogido firmemente la mano.
—Diga, diga —decía el presidente, con la cabeza colgando.

Desde el otro lado llegó un torrente de palabras ininteligibles, graznidos y cloqueos.
Alguien estornudó.
—Defecar... semen... testículos... —decía el muchacho.

Antes de que Eliza pudiese volver a hablar, la gente que la rodeaba sintió que el pobre David era un espíritu hermano, tan indignado por la condición humana en el Universo como ellos. De manera que lo animaron a seguir y aportaron nuevas obscenidades.
—Así me gusta, muchacho —le decían.
Y lo duplicaban todo.
—¡Doble pene! ¡Doble clítoris! —decían—. ¡Doble mierda!
Etcétera.
Era un verdadero manicomio.

De todos modos, el doctor Swain y su hermana consiguieron unirse, y lo hicieron con tan convulsiva intimidad que él se habría metido dentro de la cañería si hubiese podido.
Así ocurrieron las cosas, y lo que Eliza quería pedirle era que falleciera lo antes posible para que pudiesen juntar las cabezas. Deseaba encontrar la manera de mejorar ese lugar tan poco satisfactorio que llamaban “paraíso”.

—¿Te torturan? —preguntó él.
—No —replicó Eliza—, me muero de aburrimiento. El que organizó esto, quienquiera que sea, no sabía nada de los seres humanos. Por favor, hermano Wilbur, ten en cuenta que esto es la Eternidad. ¡Esto es para siempre! ¡Donde tú estás ahora no es nada en términos de tiempo! ¡Es un chiste! Vuélate la tapa de los sesos tan pronto como puedas.
Y cosas por el estilo.

El doctor Swain le refirió los problemas que habían tenido los vivos a causa de algunas enfermedades incurables. Los dos estudiaron la cuestión pensando como un solo ser y resolvieron el misterio como si hubiera sido cosa de niños.
La explicación era la siguiente: los gérmenes infecciosos de la influenza eran marcianos cuya invasión al parecer había sido rechazada por los anticuerpos de los organismos de los sobrevivientes, ya que por el momento había desaparecido la epidemia.
La Muerte Verde, por otra parte, era causada por unos chinos microscópicos, bien intencionados y amantes de la paz. Pero a pesar de todo, resultaban invariablemente mortales para los seres humanos de tamaño normal que los inhalaban o ingerían.
Etcétera.

El doctor Swain le preguntó a su hermana qué tipo de instrumento de comunicación se utilizaba al otro lado, si acaso Eliza también estaba en cuclillas sobre un trozo de cañería.
Eliza le explicó que no había ningún aparato sino sólo una sensación.
—¿Qué sensación? —preguntó.
—Tendrías que estar muerto para comprenderlo —replicó.
—Inténtalo de todas maneras.
—Es como estar muerto.
—Una sensación de muerte —dijo él, tanteando, tratando de comprender.
—Sí, algo frío y húmedo.
—Ah.
—Sí pero también es como estar rodeada de un enjambre de abejas invisibles. Tu voz me llega desde las abejas.
Hi ho.

Cuando el doctor Swain hubo terminado esta penosa experiencia, sólo le quedaban once tabletas de tri–benzo–conductil, médicamente elaborado en principio no como una droga para presidentes, por supuesto, sino para combatir los efectos del mal de Tourette. Y las once píldoras esparcidas sobre la palma de su enorme mano, inevitablemente le parecieron las últimas partículas del reloj de arena de su vida.

El doctor Swain permanecía al sol junto al edificio del laboratorio que albergaba el Trujamán. Con él estaban la viuda y su hijo. La viuda tenía el cubo, así que era la única que podía hacer funcionar el aparato.
La gravedad era ligera. El doctor Swain tenía una erección. Lo mismo le ocurría al muchacho y al capitán Bernard Narciso–11 O'Hare, que se hallaba junto al helicóptero.
Es posible que los tejidos eréctiles del cuerpo de la viuda también se hubiesen hinchado.
—¿Sabe qué parecía cuando estaba encima de esa caja, señor presidente? —dijo el muchacho. Se veía claramente la repulsión que le producía sucumbir a los efectos de su enfermedad.
—No —dijo el doctor Swain.
—El mandril más grande del mundo tratando de fornicarse una pelota de fútbol —soltó el muchacho.
Para evitar los insultos de ese calibre, el doctor Swain le dio lo que le quedaba de su provisión de tri–benzo–conductil.

Las consecuencias de su renuncia al tri–benzo–conductil fueron espectaculares. El doctor Swain tuvo que ser amarrado a una cama en casa de la viuda durante seis días y seis noches.
En algún momento de todo eso, le hizo el amor a la viuda y le dio un hijo que más tarde se convertiría en el padre de Melody Oropéndola–2 von Peterswald.
Sí, y en algún momento de todo eso, la viuda le transmitió lo que había aprendido de los chinos: que habían llegado a manipular con éxito el Universo combinando mentes compatibles.

Hizo que el piloto lo trasladara a Manhattan, la Isla de la Muerte. Se proponía morir allí para unirse con su hermana en la otra vida mediante la ingestión e inhalación de comunistas chinos invisibles.
El capitán O'Hare, que personalmente no deseaba morir, hizo descender al presidente mediante un cable y un arnés y lo depositó en la terraza del Empire State.
El presidente pasó el resto del día allí arriba disfrutando de la vista. Y luego, respirando profundamente cada dos o tres escalones, con la esperanza de inhalar chinos comunistas, bajó por las escaleras. Anochecía cuando llegó abajo.

En el vestíbulo había esqueletos humanos en podridos nidos de harapos. El hollín de los antiguos fuegos dibujaba en las paredes la piel de una cebra.
En uno de los muros había una pintura de Jesucristo Secuestrado.
Por primera vez, el doctor Swain oyó el escalofriante revoloteo de los murciélagos que abandonaban el metro por la noche.
Ya se consideraba un hombre muerto, un hermano de los esqueletos.
Pero seis miembros de la familia de los Melocotones, que habían observado su llegada en helicóptero, salieron de pronto de sus escondites. Estaban armados con cuchillos y lanzas.

Cuando descubrieron quién era la persona a la que habían capturado, se mostraron encantados. Era un tesoro para ellos; no porque se tratase del presidente, sino porque había asistido a la Facultad de Medicina.
—¡Un médico! —dijo uno—. Ahora sí que no nos falta nada.
Eso fue lo que ocurrió, y no quisieron saber nada de su deseo de morir. Lo obligaron a tragar un pequeño trapezoide de lo que parecía ser una especie de mantequilla de cacahuete sin sabor. En realidad eran tripas de pescado hervidas y deshidratadas, que contenían el antídoto para la Muerte Verde.
Hi ho.

Fue llevado inmediatamente al distrito financiero donde Hiroshi Melocotón–20 Yamashiro, el jefe de la familia, yacía mortalmente enfermo.

El hombre parecía tener pulmonía. El doctor Swain sólo pudo hacer por él lo que habría hecho un médico de hace un siglo, es decir que mantuviera el cuerpo abrigado y la frente fresca. Y esperar. O le bajaba la fiebre o se moría.

Le bajó la fiebre.
Como premio, los Melocotones reunieron sus más preciosas posesiones en el vestíbulo de la Bolsa de Nueva York para ofrecerlas al doctor Swain. Había una radio reloj, un saxo alto, un juego completo de artículos de tocador, una pequeña torre Eiffel con un termómetro en el interior, etc.
De todos esos trastos y sólo para mostrarse cortés, el doctor Swain eligió una palmatoria de bronce.
Y así se originó la leyenda de que enloquecía por las palmatorias.

No le gustaba la vida en común con los Melocotones, que le exigía entre otras cosas sacudir la cabeza perpetuamente en todas direcciones en busca de Jesucristo Secuestrado.
Así que limpió el vestíbulo del Empire State y se estableció allí. Los Melocotones le proporcionaban comida.
Y pasó el tiempo.

En algún momento de todo eso, llegó Vera Ardilla–5 Zappa y los Melocotones le administraron el antídoto. Esperaban que llegaría a ser la enfermera del doctor Swain.
Y de hecho lo fue durante un tiempo, pero pronto comenzó su granja modelo.

Y mucho tiempo después llegó la pequeña Melody, embarazada, y empujando sus patéticas pertenencias en un cochecito de niño. Entre sus posesiones se encontraba una palmatoria Dresden. Incluso en el reino de Michigan se sabía que el rey de Nueva York estaba loco por las palmatorias.
En la palmatoria de Melody se veía el coqueteo de un noble con una pastora a los pies de un árbol envuelto por una exuberante vid.
La palmatoria de Melody se rompió durante la última fiesta de cumpleaños del anciano. Wanda Ardilla–5 Rivera, una esclava borracha, la volcó de un puntapié.

Cuando Melody se presentó ante el Empire State y el doctor Swain salió a preguntarle quién era y qué quería, ella se arrodilló ante él, y extendió sus pequeñas manos para presentarle la palmatoria.
—Hola, abuelo —dijo.
Él vaciló un momento, pero luego la ayudó a levantarse.
—Entra —dijo—, entra, entra.

En esa época el rey de Nueva York no sabía que había engendrado un hijo después de abandonar el tri–benzo–conductil en Urbana. Supuso que Melody era una solicitante y admiradora más. Tampoco, durante este primer encuentro, soñó ni por un momento que tenía descendientes en alguna parte. Nunca había tenido muchos deseos de reproducirse.
De modo que cuando Melody le proporcionó tímidos pero convincentes argumentos de que ella era en realidad un pariente consanguíneo, tuvo una sensación como si, según explicó más tarde a Vera Ardilla–5 Zappa, “se le hubiese abierto una enorme vía de agua y que a través de esa repentina grieta hubiese penetrado una niña embarazada y hambrienta, aferrada a una palmatoria de Dresden”.
Hi ho.

La historia de Melody era la siguiente:
Su padre, hijo ilegítimo del doctor Swain y la viuda de Urbana, era uno de los pocos sobrevivientes de la llamada “Matanza de Urbana”. Se vio en seguida obligado a prestar servicio como tambor en el ejército del duque de Illinois, perpetrador de la carnicería.
El muchacho engendró a Melody a los catorce años. Su madre era una lavandera de cuarenta años que se había unido al ejército. Melody recibió el nombre de Oropéndola–2 para asegurarse de que fuese tratada con la máxima clemencia en caso de que fuera capturada por las fuerzas de Stewart Oropéndola–2 Mott, rey de Michigan y principal enemigo del duque.
De hecho, fue capturada a los seis años, después de la batalla de Iowa, en la que su padre y su madre perdieron la vida.
Hi ho.

En ese entonces la decadencia del rey de Michigan había llegado a tal extremo que mantenía un harén de muchachas capturadas que tenían el mismo apellido intermedio que él, el cual, por supuesto, era Oropéndola–2. La pequeña Melody fue enviada a ese triste zoológico.
Pero a medida que sus penosas experiencias se hacían más repugnantes, aumentaba la fuerza interior que obtenía del recuerdo de las últimas palabras de su padre, que fueron las siguientes:
—Eres una princesa, la nieta del rey de las Palmatorias, del rey de Nueva York.
Hi ho.

Luego, una noche, robó la palmatoria de Dresden de la tienda del dormido rey. Se arrastró por debajo del costado de la tienda y salió al mundo exterior, iluminado por la luna.

Así comenzó su increíble viaje hacia el Este, siempre al Este, en busca de su legendario abuelo. Su palacio era uno de los edificios más altos del mundo.
Se encontraría con parientes en todas partes, si no Oropéndolas por lo menos pájaros y seres vivientes de alguna especie.
La alimentaban y le señalaban el camino.
Uno le dio un impermeable, otro un jersey y una brújula magnética, otro un cochecito de niño, otro le dio un reloj despertador.
Otro le dio una aguja e hilo, y también un dedal de oro.
Otro la llevó en un bote al otro lado del río Harlem, a la Isla de la Muerte, con riesgo de su propia vida.
Etcétera.