• • • Escritores desde Mark Twain a J. K. Galbraith han sabido que para ganar lectores es inexcusable hacerles sonreír. Hasta las películas de violencia se aderezan a menudo con frases chistosas, las películas de amor reclaman su comedia, los westerns o los thrillers están salpicados de gags. Un Bergman, un Resnais o un Antonioni son antinorteamericanos. No digamos ya los filósofos franceses o alemanes o incluso el llamado pensiero debole italiano.
• • • El intelectual que pretenda influir debe ser chispeante en sus ensayos, el profesor que imparte una clase ha de tener dispuesta una chanza al comienzo o en el transcurso de su lección.
• • • En lugar del intelectual, malabarista del pensamiento, supuesto hipnotizador ideológico, el ciudadano pone en primer término al hombre de sentido común y de conocimientos prácticos. Una figura al estilo de Edison, por una parte, en el que brillan sus esfuerzos con invenciones aplicables, y un empresario al modo de Iacocca, que convierte sus ideas en un balance suculento.
• • • Ciertamente, la historia norteamericana no puede considerarse como una lucha entre eggheads y fatheads, los cabezas de huevo y los cabezas de sebo, según su terminología. El empirismo, la tecnología son norteamericanos, mientras la especulación y el juego con las ideas se tienen por una pasión europea que conduce, supuestamente, al declive.
• • • Los norteamericanos se encontraban por detrás de la ciencia europea a finales del siglo XIX. Su formidable desarrollo económico en unas décadas, pasando de ser la sexta a la primera potencia mundial, fue consecuencia del acuerdo en dirigir sus esfuerzos de investigación hacia objetivos prácticos.
• • • En 1954, el secretario de defensa Charles E. Wilson dijo: “No nos interesa en absoluto ningún descubrimiento del tipo de por qué las patatas se ponen de un color más oscuro cuando se fríen. Lo que importa es que se frían en la mayor cantidad posible y con el menor coste”.
• • • La investigación y los investigadores trabajan siempre bajo esta disciplina de empresa. Sí, entre los que tratan con las teorías, los investigadores, los altos especialistas o los superexpertos son mejor aceptados que los intelectuales puros es porque se les ha reconocido útiles para la producción. Al fin y al cabo los superexpertos, por intelectualizados que aparezcan, puedan demostrar su necesidad en diferentes circunstancias sociológicas, médicas, conflictos económicos o militares. Lo arduo de digerir es la estirpe del intelectual a la europea que flirtea con las ideas sin que se conozca el beneficio real de su hacer. Su ambigüedad desazona e impacienta a un país con una fuerte devoción por el progreso tangible.
• • • El intelectual se recrea con la búsqueda de la verdad y no cesa de entretenerse en ese ejercicio. En sentido estricto, a un intelectual no puede sucederle algo más decepcionante que encontrar la verdad y dar por concluidas las pesquisas. Más bien la vocación intelectual no radica en la captura definitiva de la verdad absoluta sino en la investigación continua sobre nuevas incertidumbres. Un mariposeo que los americanos encuentran irritante y al cabo inconsentible; esta manera de gastar el tiempo y los dólares no van a sufragarla los contribuyentes.
• • • Según la caracterización de Richard Hofstadter, un intelectual es aquel que reúne las siguientes condiciones: 1) profesor o protegido de un profesor; 2) superficial; 3) superemocional o femenino en sus reacciones frente a los problemas; 4) pedante proclive a examinar los diferentes lados de una cuestión hasta llegar a un punto que acaba dejándolo todo como está; 5) arrogante y despectivo con la experiencia de los hombres más sanos y capaces; 6) confuso en el pensamiento e inmerso en una mezcla de sentimentalidad y violento evangelismo; 7) doctrinario y partidario del socialismo soviético como opuesto a la greco-galo-americana idea de la democracia y el liberalismo económico; y 8) sujeto a la obsoleta filosofía de la moralidad nietzscheana que conduce a la desdicha.
• • • En los años cincuenta, el macartismo postuló la idea de que en general la mente crítica terminaba siendo ruinosa para el país.
EL PLANETA AMERICANO
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lunes, 8 de febrero de 2010
sábado, 6 de febrero de 2010
VICENTE BERDU
Las visitas
Entre recibir o no recibir en casa se intercala, de todos modos, una variable inquietud. La casa es sustantivamente para la estabilidad, la conservación o la estabulación.
¿Una visita? Se trate de parientes o amigos, seres humanos con o sin mascotas, su introducción en el mundo hogareño constituye una rara inoculación, casi siempre consternadora.
Muy bien que tras la terminación de la visita entre besos y abrazos de despedida, un balsámico silencio casi ancestral vuelva al salón en señal de haber superado el trance. Muy bien que esas personas más o menos ajenas o próximas hayan consentido en acercar nuestras vidas, sus nuevas o antiguas noticias y, al final, del conjunto hablado y sentido se haya compuesto una solidaridad imprevista y confortadora.
El acto de visitación que se desarrolla bien deja tras de sí una secuencia fresca y dichosa y de la visita que sale mal, no merece la pena hablar puesto que corrobora la aciaga perspectiva de abrir la puerta a cuerpos y circunstancias incontroladas y necesariamente desazonantes.
Siempre, en cualquiera de los supuestos, ser visitado conlleva una rara perturbación y de hecho, las personas al envejecer y debilitarse van reduciendo el número de encuentros con los demás, por la misma razón de la energía que se requiere y la fatiga con inevitablemente se deriva.
No sólo no abrir las puertas a las personas de afuera sino impedir que el significado interior se altere por efecto de elementos externos, indeterminables en sí, es una querencia que aumenta con los años del hogar y de sus huéspedes.
La edad, especialmente en los varones, hace crecer una orientación centrípeta en todo su ser a la manera de un lento torbellino que tiende a arroparse en sí mismo, como en un movimiento de metamorfosis que convierte la actividad anterior en un lienzo y la movilidad en el amor a la parálisis. Toda experiencia de esta lentitud final, cada vez más encharcada de luto, induce a protegerse, cuidarse de tropiezos y averías que acaso una visita podría traer desde el paisaje exterior, incluido el paisaje impreso en la propia visita.
Correlato de todos estos mundos adultos, , donde la morosidad y el torpor aumenta, es el modelo de la casa adulta, tan madura en la decoración, desgastada en la tapicería como sobrecargada de objetos. Un universo tan manoseado y abigarrado que tanto la novedad como el volumen de la visita se acogen entre el temor a cualquier percance y el miedo al insoportable abigarramiento.
Más que amigos y amigas que, en la juventud, se comportan como compañeros del juego o piezas del juego mismo, en la vejez, amigos y amigas, son en cuanto visitadores bultos que, tarde o temprano sobre los que tarde o temprano se preferirá su ausencia.
Ante estos encuentros lentificados, espesos y semienfermizos se resiste la quebrada salud de la vivienda y, en definitiva, el delicado estado de su composición y el difícil equilibrio de su supervivencia.
La ausencia, en cambio, se convierte así -como nunca antes- en la forma privilegiada de la presencia.
La vinculación al presente de cada jornada va pareciendo más y más aburrida mientras el lazo con cualquier forma de ausencia cobra un valor biológico y brillante en casi todo. Por esa circunstancia, la edad va coleccionando y puntuando aquellos factores que, más o menos, se relacionan con el vacío, la lejanía o la pérdida de manera que la más apreciada compañía termine siendo la habitación de la soledad. ¿Cómo pedir que haya pues contento en el momento de recibir? ¿En la coyuntura de ver presentes, ásperos de realidad, a los que endulzaba la memoria desde su lontananza y con quiénes nos abrazábamos tanto en la pureza del silencio como en el ilimitado amor de su transparencia?
Entre recibir o no recibir en casa se intercala, de todos modos, una variable inquietud. La casa es sustantivamente para la estabilidad, la conservación o la estabulación.
¿Una visita? Se trate de parientes o amigos, seres humanos con o sin mascotas, su introducción en el mundo hogareño constituye una rara inoculación, casi siempre consternadora.
Muy bien que tras la terminación de la visita entre besos y abrazos de despedida, un balsámico silencio casi ancestral vuelva al salón en señal de haber superado el trance. Muy bien que esas personas más o menos ajenas o próximas hayan consentido en acercar nuestras vidas, sus nuevas o antiguas noticias y, al final, del conjunto hablado y sentido se haya compuesto una solidaridad imprevista y confortadora.
El acto de visitación que se desarrolla bien deja tras de sí una secuencia fresca y dichosa y de la visita que sale mal, no merece la pena hablar puesto que corrobora la aciaga perspectiva de abrir la puerta a cuerpos y circunstancias incontroladas y necesariamente desazonantes.
Siempre, en cualquiera de los supuestos, ser visitado conlleva una rara perturbación y de hecho, las personas al envejecer y debilitarse van reduciendo el número de encuentros con los demás, por la misma razón de la energía que se requiere y la fatiga con inevitablemente se deriva.
No sólo no abrir las puertas a las personas de afuera sino impedir que el significado interior se altere por efecto de elementos externos, indeterminables en sí, es una querencia que aumenta con los años del hogar y de sus huéspedes.
La edad, especialmente en los varones, hace crecer una orientación centrípeta en todo su ser a la manera de un lento torbellino que tiende a arroparse en sí mismo, como en un movimiento de metamorfosis que convierte la actividad anterior en un lienzo y la movilidad en el amor a la parálisis. Toda experiencia de esta lentitud final, cada vez más encharcada de luto, induce a protegerse, cuidarse de tropiezos y averías que acaso una visita podría traer desde el paisaje exterior, incluido el paisaje impreso en la propia visita.
Correlato de todos estos mundos adultos, , donde la morosidad y el torpor aumenta, es el modelo de la casa adulta, tan madura en la decoración, desgastada en la tapicería como sobrecargada de objetos. Un universo tan manoseado y abigarrado que tanto la novedad como el volumen de la visita se acogen entre el temor a cualquier percance y el miedo al insoportable abigarramiento.
Más que amigos y amigas que, en la juventud, se comportan como compañeros del juego o piezas del juego mismo, en la vejez, amigos y amigas, son en cuanto visitadores bultos que, tarde o temprano sobre los que tarde o temprano se preferirá su ausencia.
Ante estos encuentros lentificados, espesos y semienfermizos se resiste la quebrada salud de la vivienda y, en definitiva, el delicado estado de su composición y el difícil equilibrio de su supervivencia.
La ausencia, en cambio, se convierte así -como nunca antes- en la forma privilegiada de la presencia.
La vinculación al presente de cada jornada va pareciendo más y más aburrida mientras el lazo con cualquier forma de ausencia cobra un valor biológico y brillante en casi todo. Por esa circunstancia, la edad va coleccionando y puntuando aquellos factores que, más o menos, se relacionan con el vacío, la lejanía o la pérdida de manera que la más apreciada compañía termine siendo la habitación de la soledad. ¿Cómo pedir que haya pues contento en el momento de recibir? ¿En la coyuntura de ver presentes, ásperos de realidad, a los que endulzaba la memoria desde su lontananza y con quiénes nos abrazábamos tanto en la pureza del silencio como en el ilimitado amor de su transparencia?
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