miércoles, 4 de febrero de 2009

BECKETT.

Molloy (Parte 1)
Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué. En una ambulancia,en todo caso en un vehículo. Me ayudaron. Yo solo no habría llegado nunca. Quizá estoy aquí gracias a estehombre que viene cada semana. Aunque él lo niega. Me da un poco de dinero y se lleva los papeles. Tantospapeles, tanto dinero. Sí, ahora vuelvo a trabajar, un poco como antes, solo que ya no me acuerdo de cómo setrabaja. Tampoco parece que eso tenga mucha importancia.A milo que ahora me gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme, terminar de morirme deuna vez. No me dejan. Si, parece que son varios. Pero siempre viene el mismo. «Más tarde, más tarde», medice. Bueno. La verdad es que mucha voluntad ya no me queda. Cuando viene a recoger los nuevos papelestrae los de la semana anterior. Vienen señalados con signos que no comprendo. Tampoco me tomo lamolestia de releerlos. Y cuando no he hecho nada, no me da nada y gruñe un poco. Pero no trabajo pordinero. ¿Por qué trabajo? No lo sé. No sé gran cosa, si he de ser franco. La muerte de mi madre, por ejemplo.¿Había muerto ya cuando llegué?¿O murió más tarde? Muerta para enterrarla, quiero decir. No lo sé. A lo mejor no la han enterrado todavía.Sea como sea, soy yo el que estoy en su cuarto. Duermo en su cama. Uso su orinal. He ocupado su lugar.Cada vez debo parecerme más a ella. Solo me falta tener un hijo. Puede que tenga alguno en cualquier parte.Pero no es probable. Ahora ya sería casi tan viejo como yo. No era más que una chacha. El verdadero amorno es esto. Mi verdadero amor lo tenía puesto en otra. Ya os lo contaré. Mira, hasta he olvidado su nombre. Aveces incluso me parece que he llegado a conocer a mi hijo, que me he ocupado de él. Luego pienso que estoes imposible. Es imposible que me haya ocupado de nadie. También he olvidado la ortografia, y la mitad de laspalabras. No parece que esto tenga mucha importancia. Vale. Es un tipo raro el que viene a verme. Pareceque viene todos los domingos. Los otros días trabaja. Siempre está sediento. El fue quien me dijo que yohabía empezado mal, que no era así como había que empezar. Vale. Figuraos, había empezado por elprincipio, como un viejo imbécil. Así es cómo me dio por empezar. De todos modos, creo que van aconservarlo, si entendí bien. Me costó mucho trabajo. Aquí está. Me tomé mucho trabajo. Claro, haceos cargoera el comienzo. Mientras que ahora, en cambio, se trata del final. ¿Es mejor lo que ha-go ahora? No lo sé. Noes este el problema. Conque así empecé yo. Si lo conservan, para algo debe servir. Aquí está.Esta vez, y otra vez más, y después pienso que se habrá acabado todo, y este mundo también. Es el sentidode lo antepenúltimo. Todo se difumina. Un poco más y la ceguera. Es cuestión de la cabeza. Ya no funciona.Dice:«Ya no funciono.» Luego uno se queda mudo y los sonidos se van oyendo más débilmente. En cuanto cruzasel umbralte empieza a ocurrir. Debe de ser que la cabeza ya no resiste más. De modo que uno piensa: «Esta vez voy aconseguirlo, y aún otra quizá, y después habrá terminado todo.» Cuesta trabajo formular este pensamiento,porque al fin y al cabo es un pensamiento, en cierto sentido al menos. Entonces uno trata de poner atención,considerar con atención todas estas cosas oscuras, decirse penosamente que ocurren por culpa nuestra.¿Culpa? Es la palabra que suele emplearse. ¿Pero qué culpa? No es aún el momento de la despedida, y quémagia tienen esas cosas oscuras de las que habrá que despedirse cuando vuelvan a pasar. Porque hay quedespedirse, no despedirse sería una tontería, cuando uno quiere hacerlo. Y si uno piensa en los contornos dela luz de antaño, lo hace sin melancolía. Pero ya no se piensa mucho, ¿con qué íbamos a pensar? No lo sé.También pasan personas de las cuales no es fácil distinguirse con claridad. Esto si que le desanima a uno. Poejemplo, así fue como vi que A y B iban el uno en dirección al otro, sin darse cuenta de lo que estabanhaciendo. Era un camino de una soledad impresionante, quiero decir, sin setos, ni vallas ni tapias de ningunaclase, en pleno campo, porque había vacas paciendo en extensiones inmensas, de pie o tendidas, en elsilencio del atardecer. Puede ser que invente un poco, tal vez esté embelleciendo los detalles, pero enconjunto venia a ser así. Las vacas mastican, luego tragan, luego, tras una breve pausa, se preparancalmosamente para el próximo bocado. Un tendón del cuello se agita y las mandibulas vuelven a triturar. Peroa lo mejor todo esto son solo recuerdos. El camino, blanco y compacto, acuchillaba los suaves pastos, subía ybajaba según los accidentes de la orografia. La ciudad no estaba lejos. Eran dos hombres, sobre este puntono hay error posible, uno alto y el otro bajito. Habían salido de la ciudad, primero el uno y luego el otro, y elprimero,cansado o recordando de pronto algún compromiso, había vuelto sobre sus pasos. Hacia fresco, porquellevaban abrigo. Se parecían, pero no más que otros. Al principio estaban bastante alejados. Aunque hubiesenlevantado la cabeza para buscarse con la mirada no se habrían visto a causa del espacio que les separaba, ytambién a causa de la orografía, que hacía ondular el camino, no muy profunda-mente, pero sí lo bastante, sílo bastante. Pero llegó un momento en que descendieron simultáneamente al mismo hoyo y allí terminaron poencontrarse de una vez. No, nada induce a suponer que ya se conocieran. Pero quizá por el ruido de suspasos o advertidos por algún oscuro instinto, levantaron la cabeza y estuvieron observándose sus buenosquince pasos antes de detenerse, el uno junto al otro. No, no se cruzaron, pero se detuvieron, muy cerca eluno del otro, comó suelen hacer en el campo, al atardecer, en un camino desierto, dos caminantes que no seconocen, y eso nada tiene de extraordinario. Aunque quizá se conocían. En todo caso, ahora si se conocen ysupongo que en lo sucesivo se reconocerán y se saludarán, aunque sea en el mismo centro de la ciudad. Sevolvieron hacía el mar que, lejos al Este, más allá de los campos, ascendía en el cielo palideciente, ycambiaron algunas palabras, luego cada uno prosiguió su camino. 'Luego cada uno prosiguió su camino, A endirección a la ciudad, B a través de regiones que no parecían serle familiares, porque avanzaba a un pasoinseguro y se detenía con frecuencia para mirar en torno, como' quien busca fijar en su memoria puntos dereferencia, pensando que quizá un día-nunca se sabe-4eberá volver sobre sus pasos. Las engañosas colinasdonde, no sin temor, se aventuraba, sin duda le eran conocidas únicamente por haberlas visto de lejos, quizádesde la ventana de su cuarto o desde la cúspide de un monumento algún día aburrido en el que, sin tenernada especial en que ocuparse, había abonado los tres o seis peniques de la entrada y subido hasta laplataforma por la escalera de caracol. Desde ahí debía verse todo, la llanura, el mar y estas colinas que hayquien prefiere llamar montañas, de color añil en algunos parajes bajo la luz del atardecer, que se agolpan unastras otras hasta perderse de vista, veteadas por valles apenas visibles, pero que se adivinan a causa de laescala de los tonos y también a causa de otros indicios que no sería posible traducir en palabras y menos aúnen pensamientos. Pero ni siquiera desde semejante altura se las adivina a todas, y a menudo donde solohemos visto una ladera o una cima hay en realidad dos laderas, dos cimas, separadas por un valle. Pero ahoraya conoce estas colinas, es decir, al menos las conoce un poco mejor, y sí alguna otra vez vuelve acontemplarlas de lejos, creo que ya será con otros ojos, y no solo las colinas, sino el interior, todo el espaciointerior que nunca vemos, el cerebro y el corazón y las otras cavernas donde sentimiento y pensamientocelebran su aquelarre, todo bajo una disposición muy distinta. Tiene aspecto de hombre ya entrado en años yda un poco de pena verle caminar completamente solo después de tanto tiempo, tantos días y nochesconsagrados sin llevar la cuenta a este rumor que se eleva desde el nacimiento e incluso antes, a esteinsaciable ¿Cómo hacer? ¿Cómo hacer?, a veces muy bajo, un simple susurro, a veces claro y distinto comocuando el camarero de un hotel nos pregunta: «¿Y qué tomará el señor para beber?», y otras veces creciendohasta las proporciones de un clamor. Total, para terminar yéndose solo, o casi solo, por caminos ignorados,cuando cae la noche, apoyado en un bastón. Era un bastón grande; le servía para apoyarse al avanzar, ytambién para defenderse, si. llegara el caso, de los perros y los salteadores. Sí, la noche estaba cayendo, peroel hombre era inocente,de una gran inocencia, no tenía miedo de nada, sí, tenía miedo, pero no tenía por qué tenerlo, nadie iba ahacerle daño, o muy poco. Aunque, claro, esto él lo ignoraba. Yo mismo, con tal de que me pusiera areflexionar, también lo ignoraría. El hombre se veía amenazado, en su cuerpo, en su razón, y quizá lo estabarealmente, a pesar de su inocencia. ¿Qué tiene que ver la inocencia con todo este asunto? ¿Qué relaciónpuede tener con los innumerables agentes del Maligno? La cuestión no queda muy clara. El hombre llevaba unsombrero puntiagudo, o al menos esto me parecía. Me acuerdo de que el detalle me sorprendió más de lo queme habría sorprendido una gorra, por ejempío, o un bombín. Lo miré alejarse, dominado por su inquietud,mejor dicho, por una inquietud que no era necesariamente suya, pero de la cual participaba en cierto modo.Quién sabe, quizá era mi propia inquietud la que le invadia. El no me había visto. Yo estaba encaramado porencima del nivel más elevado del camino y además pegado a una roca del mismo color que yo, quiero decirgris. Es probable que viera la roca. Miraba en torno suyo, según he hecho ya observar, como para grabar ensu memoria las características del camino, y debió de ver la roca a cuya sombra me había agazapado, almodo de Belacqua, o de Sordello, ya no me acuerdo bien. Pero un hombre, y yo más, no se puede decir enrigor que forme parte exactamente de las características habituales de un camino. Quiero decir que si poralguna casualidad extraordinaria vuelve a pasar algún día por ahí, tras un largo período de tiempo, vencido, oen busca de algo que se le haya perdido, o para quemar algo, lo que buscará con los ojos es la roca y no elazar de esta cosa movediza y fugitiva que es la carne aún viviente. No, desde luego que no me vio, por lasrazones que he dicho, y además porque no estaba para estas cosas aquella tarde, porque no tenía elpensamiento puesto en los seresvivos, sino más bien en lo que nunca cambia de lugar, o cambia tan despacio que hasta a un niño le daría risapara no h~blar ya de la reacción de un viejo. Sea como sea, quiero decir, tanto si me vio como si no me vio,insisto en que le miraba alejarse, víctima (yo) de la tentación de levantarme para seguirle, quizá incluso paraacompañar-le algún día en su camino, tanto con objeto de conocerle mejor como de sentirme yo mismo menossolo. Pero a pesar de que mi alma sentia este impulso hacia él, yo le divisaba con dificultad, a causa de laoscuridad y también de la configuración del terreno, entre cuyos repliegues desaparecía de vez en cuandopara volver a emerger más tarde, pero sobre todo yo creo que a causa de otras cosas que me llamaban yhacia las cuales se precipitaba mi alma también en su momento, sin reflexión ni método, alocada.Naturalmente, estoy hablando de los campos que blanqueaban bajo el rocío, y de los animales que cesabanen su vagabundeo para adoptar sus actitudes nocturnas, y del mar, sobre el cual me abstendré de decir cosaalguna, y del perfil cada vez más nítidamente recortado de las cumbres, y del cielo donde sin verlas sentíatitilar las primeras estrellas, y de mi mano en mi rodilla, y, sobre todo, también del otro caminante, A o B, ya nome acuerdo, que prudentemente volvía a su casa. Sí, también de mi mano, que sentía temblar en mi rodilla yde la que solo alcanzaba a ver la muñeca, el dorso bajo un apretado vendaje y la blancura de las primerasfalahges. Pero no quiero hablar de ella, quiero decir de esta mano, cada cosa a su tiempo, de lo que quierohablar ahora es de este A o B que vuelve a la ciudad de donde había salido. Pero, en el fondo, ¿había en suaspecto algo especialmente urbano? Llevaba la cabeza descubierta, calzaba alpargatas, fumaba un cigarro.Se movía con una negligencia de paseante que, con razón o sin ella, me parecía expresiva. Perotodo ello no probaba nada, no refutaba nada. Podía haber venido de lejos, incluso del otro extremo de la isla,podía dirigirse a esta ciudad por primera vez en su vida o regresar a ella tras una larga ausencia. Le seguía unperrito, creo que de Pomerania; no, no lo creo. No estaba muy seguro entonces y ahora todavía no lo estoy,aunque bien es verdad que no he meditado mucho sobre esta cuestión. El perrito le seguía con dificultad, almodo de los perros de Pomerania, deteniéndose, dando largos rodeos, renunciando, quiero decirabandonando, para reemprender el camino un poco más lejos. El estreñimiento en los perros de Pomerania esseñal de buena salud. En un momento dado-~, si se prefiere, preestablecido-el caballero volvió sobre suspasos, tomó en brazos al perrito, se quitó el cigarro de la boca y sumergió su rostro en el pelaje anaranjado.Saltaba a la vista que era todo un caballero. Sí, era un perro de Pomerania de pelaje anaranjado, cuanto máslo pienso más me voy convenciendo. Y, sin embargo, ¿deberé creer que este caballero había venido de lejos,sin sombrero, calzando alpargatas, con un cigarro en la boca, seguido por un perro de Pomerania? ¿O másbien tenía la apariencia de haber traspuesto las murallas, después de una buena comida, para pasearse ypara pasear a su perro, entre pedos y ensueños, como tantos ciudadanos cuando hace buen tiempo? Pero elcigarro tal vez era en realidad una pipa corta, y las alpargatas, zapatos claveteados que el polvo blanqueaba, yen cuanto al perro, ¿por qué no podía ser uno de esos perros vagabundos que recogemos y tomamos enbrazos, por compasión o porque llevamos mucho tiempo errando completamente solos, sin otra compañía queestos caminos interminables, estos arenales, estas marismas, guijarros, matorrales, esta naturaleza indicadorade otra justicia, o de vez en cuando un compañero de cautiverio que quisiéramos abordar, abrazar, ordeñar,amamantar, y conel que nos cruzamos, fría la mirada ante el temor de que se permita familiaridades? Hasta que llega un día enque no podemos más, en este mundo que no nos abre los brazos, y cogemos entre los nuestros a un perrosarnoso, y lo llevamos con nosotros el tiempo preciso para que llegue a amarnos, para que lleguemos aamarlo, y después lo mandamos a paseo. A lo mejor le ocurría esto, pese a las apariencias. Desapareció, conel objeto humeante en la mano, y la cabeza gacha. Me explico. Siempre me apresuro a retirar la mirada de losobjetos a punto de desaparecer. Nunca he podido mirarlos hasta el último momento. Me refiero a esto cuandodigo que desapareció. Con la mirada en otra parte, yo seguía pensando en él. Me decía: «Se va haciendopequeño, se va haciendo pequeño.» Me comprendía muy bien. Tullido y maltrecho como estaba, hubierapodido llegar a reunirme con él. Solo tenía que quererlo. Y ni siquiera eso, porque lo quería. Levantarme,descender al camino, precipitarme renqueando en su persecución, llamarle desde lejos, nada más fácil. Misgritos llegan a sus oídos, se vuelve, me espera. Jadeando, sosteniéndome en mis muletas, estoy junto a él,junto al perro. Le inspiro un poco de miedo y un poco de compasión. Le asqueo moderadamente. No soy muyagradable de ver, no huelo muy bien. ¿Qué quiero? Ah, conozco tan bien este tono, hecho de miedo, de asco,de compasión. Quiero ver al perro, ver al hombre de cerca, saber lo que fuma, inspeccionar los zapatos, tomarnota de otros indicios. Es una buena persona, me dice esto y lo otro, me dice cosas, de dónde viene, adóndeva. Yo le creo, porque sé que no tengo otra oportunidad de... otra oportunidad, creo todo lo que me dice,demasiadas veces me he hecho el remolón en la vida, ahora me lo trago todo, ávidamente. Lo que necesito esque me cuenten historias, he tardado mucho en saberlo. Bueno, por otra parte tampoco estoymuy seguro. En resumen, estoy seguro respecto a determina-das cosas, sé algunas cosas de él, cosas queignoraba, que me picaban la curiosidad, cosas por las que ni siquiera había sufrido. Qué verborrea. Soy capazhasta de haberme enterado de su oficio, yo que me intereso tanto en oficios y profesiones. Hago todo loposible por no hablar de mí. Ya veréis cómo dentro de poco vuelvo a hablar del cielo y de las vacas. Vaya,ahora se marcha, tiene prisa. No parecía que tuviera prisa, estaba dando un paseo, ya lo hice notar, pero alcabo de tres minutos de conversación conmigo ya tiene prisa, debe apresurarse, va con retraso. Lo creo. Y mequedo otra vez no diré solo, no es mi estilo, sino, cómo diría, no sé, devuelto a mí, no, nunca me he dejado,libre, eso es, no sé lo que significa, pero es la palabra que quiero emplear, libre para qué, para nada, parasaber, pero qué, las leyes de la conciencia tal vez, de mi conciencia, por ejemplo, que el agua sube de nivelsegún uno se va sumergiendo en ella y que sería preferible, es decir, por lo menos igual de bueno, borrar lostextos que emborronar los márgenes, cubrirlos hasta que todo sea blanco y liso y la estupidez revele suverdadero rostro, sin sentido, sin salida. De modo que sin duda hice bien, en fin, bastante bien no moviéndomede mi puesto de observador. Pero en vez de observar tuve la flaqueza de volver mentalmente hacia el otro,hacia el hombre del bastón. Entonces se dejaron oír de nuevo los murmullos. Restablecer el silencio, este esel papel de los objetos. Yo me decía: «Quién sabe si a lo mejor simplemente habrá salido a tomar el fresco, arelajarse, a desentumecerse, a descongestionarse el cerebro haciendo afluir la sangre a los pies, a fin deasegurarse una noche tranquila, un feliz despertar, un venturoso mañana.» ¿Llevaba siquiera un hatillo? Peroeste modo de andar, estas miradas ansiosas, este garrote, ¿pueden concíliarse con la idea que uno tieneformada de lo que suele considerarse un paseo? Y el sombrero era indudablemente un sombrero de ciudadanticuado, pero de ciudad, de esos que volarían en cuanto se levantara un poco de viento. A menos que se lohubiera atado bajo la barbilla con un cordón o con una goma. Me quité el sombrero y lo estuve mirando.Siempre lo he tenido atado con un largo cordón a mi ojal, siempre el mismo ojal, sea cual fuere la época delaño. Así que sigo con vida. Siempre es bueno saberlo. Alejé de mí tanto como me fue posible la mano quehabía cogido el sombrero y seguía sosteniéndolo, y le hice describir arcos en el aire. Entre tanto, me dediqué acontemplar al revés de mi abrigo y le vi abrirse y cerrarse. Ahora comprendo por qué nunca llevaba flores en eojal, aunque hubiera cabido todo un ramo. Mi ojal estaba destinado a sostener mi sombrero. Mi sombrero erami flor. Pero yo ahora no quiero hablar de mi sombrero ni de mi abrigo, sería prematuro. Ya hablaré de todoesto más tarde, cuando llegue el momento de establecer el inventario de mis bienes y pertenencias. Si es queentre tanto no los he perdido. Pero incluso silos he perdido figurarán en el inventario de mis bienes. Pero estoytranquilo, no voy a perderlos. Y mis muletas tampoco. Aunque a lo mejor cualquier día voy y las tiro. Debía deestar situado en la cima, o en la ladera, de una colina bastante elevada, porque de lo contrario, ¿cómo habríapodido abarcar con la mirada tantas cosas a la vez, lejos y cerca, fijas y en movimiento? Pero ¿cómo esposible que hubiera una colina en un paisaje casi llano? Y, en todo caso, ¿qué hacia yo allí? Bueno,precisamente es esto lo que trataremos de averiguar. Y tampoco hay que tomarse estas cosas tan en serio. Enla naturaleza parece que hay de todo y nos gasta muchas bromas. Y es posible que confunda variasocasiones diferentes, y las horas, en el fondo, y el fondo es mi hábitat, oh, no el fondo propiamentedicho, más bien un punto situado entre el lodo y la espuma. Y a lo mejor un día A en este sitio, y otrodía B en otro sitio, y otro día yo y la roca, y así sucesivamente respecto a los demás componentes, las vacas,el cielo, el mar, las montañas. No puedo creerlo. No, iba a decir una mentira, en realidad lo concibo fácilmentePero eso no importa, prosigamos, hagamos como si todo hubiera surgido de un mismo tedio, vayamosamontonando cosas hasta que todo quede sumergido en la más absoluta oscuridad. De una cosa estoyseguro, de que el hombre del bastón no volvió a pasar por aquel sitio aquella noche, porque lo hubiera oído.No digo que lo hubiera visto, digo que lo hubiera oído. Duermo poco y este poco lo duermo de día. Oh, nosistemáticamente, desde luego, en mi vida desmesurada he probado todas las clases de sueños, pero en laépoca a que aludo echaba mi sueñecito de día y, lo que es más, por la mañana. Que no vengan a hablarmede Luna, en mi noche no hay Luna, y si alguna vez hablo de las estrellas se debe a un descuido. De modo quede entre todos los ruidos de aquella noche, ninguno fue el de aquellos pasos pesados e inseguros, el sonidode aquel garrote con el que a veces golpeaba la tierra hasta hacerla temblar. Qué agradable resulta verconfirmadas, tras un período más o menos largo de vacilación, estas primeras impresiones. Debe de ser estolo que hace soportables las angustias de la muerte. No es que me considerara confirmado de un modoconcluyente en mi primera impresión respecto a-un momento-respecto a B. Porque las carretas y tartanas quepasaron un poco antes del amanecer con un estruendo de mil diablos, lleyando al mercado fruta, huevos,queso y manteca, podían llevarle también a él, vencido por la fatiga o el desánimo, quién sabe si muerto. Otambién había podido volver a la ciudad por otro camino, demasiado alejado para queyo pudiera oír lo que ocurría allí, o por diminutos atajos, pisando silenciosamente la hierba, apisonando unsuelo mudo. Así pasé esta noche lejana, dividido entre los murmulíos de mi ser cortésmente perplejo y losmurmullos tan diferentes (¿tan diferentes?) de todo lo que pasa y permanece entre dos soles. Ni una sola vezse dejó oir una voz humana. Solo las vacas, mugiendo en vano para que las ordeñaran, al paso de algúncampesino. En cuanto a A y B, no volví a verlos nunca. Pero quizá los volveré a ver. En este caso, ¿sabréreconocerlos? Y ¿es que estoy seguro de haberlos visto? ¿A qué llamo ver y reconocer? Un instante desilencio, como cuando el director de orquesta golpea con la batuta en el atril y levanta los brazos, antes delestrépito. Humo, bastones, carne, cabellos, al atardecer, a lo lejos, en torno al deseo de un hermano. Sé muybien cómo suscitar la aparición de estos harapos para cubrir con ellos mi vergúenza. Me pregunto qué significaesto. No siempre tendré necesidad. Pero, a propósito del deseo de un hermano, he de decir que habiéndomedespertado entre las once y las doce (poco después escuché el Angelus que nos recuerda la encarnación),decidí ir a ver a mi madre. Para tomar la decisión de visitar a esa mujer debían concurrir razones de urgenciay, teniendo en cuenta que no sabía qué hacer ni dónde ir, fue para mí un juego de niños, de niño único,llenarme la cabeza de tales razones, hasta el punto de que se me quitó toda otra preocupación y me entrarontemblores ante la sola idea de poder verme privádo de hacerlo en el acto. Así, pues, me levanté, ajusté lasmuletas y bajé hasta el camino, donde encontré mi bicicleta (vaya, esto sí que no me lo esperaba) en el mismolugar donde debía de haberla dejado. Lo cual me permite hacer notar que, lisiado y todo, en aquel tiempo yomontaba en bicicleta con cierta soltura. Lo hacía del modo siguiente. Sujetaba las muletas en la barra superiorde la armazón,una a cada lado, apoyaba el pie de mi pierna inválida (no me acuerdo de cuál era, ahora tengo inválidas lasdos) en el extremo del eje de la rueda delantera, y con la otra pierna pedaleaba. Era una bicicleta sin cadena,de rueda libre, si es que existe tal cosa. Querida bicicleta, no te llamaré bici, estabas pintada de verde, comotantas bicicletas de tu promoción, ignoro por qué causa. Con qué gozo vuelvo a verla. Me gustaría describirla.Tenía una pequeña bocina o trompeta en lugar de esos timbres que ahora os gustan tanto. Hacer sonar estabocina era para mí un verdadero placer, casi una voluptuosidad. Diré más, si tuviera que establecer la lista dehonor de las cosas que no me han dado demasiadas ganas de vomitar en el curso de mi interminableexistencia, el bocinazo y trompeteo ocuparían un lugar de preferencia. Y cuando tuve que separarme de mibicicleta, le quité la bocina y la guardé. Creo que todavía la conservo en alguna parte, y si ya no me sirvo deella es porque se me quedó muda. Hoy en día, ni siquiera los automóviles llevan bocína, en el concepto queyo tengo de bocina, o la llevan muy raramente. Cuando yendo por la calle diviso una tras la ventanilla abiertade un coche aparcado, muchas veces me paro y la hago funcionar. Habría que escribir otra vez todo esto enpluscuamperfecto. Hablar de bicicletas y de bocinas, qué descanso. Por desgracia, no es de esto de lo quetengo que hablar ahora, sino de la que me dio a luz, por el ojo del culo si mal no recuerdo. Primer sabor amierda. Me limitaré, pues, a añadir que aproximadamente cada cien metros me detenía para descansar laspiernas, tanto la sana como la enferma, y no 5OlQ las piernas, no solo las piernas. En rigor, no me bajaba delsillín, me quedaba a horcajadas, apoyando los dos pies en el suelo, los brazos sobre el manillar, la cabezaentre los brazos, y esperaba a encontrarme mejor. Pero antesde dejar estos encantadores parajes, suspendidos entre mar y montaña, al abrigo de ciertos vientos y abiertosa cuanto ofrece él mediodía, en este país condenado, de perfumes y tibiezas, no me perdonaría silenciar elgrito terrible de los rascones que merodean por la noche en los trigales, en las praderas, mientras dura el buentiempo, agitando su carraca. Lo cual me permite, además, saber cuándo empezó este viaje irreal, penúltimo deuna forma que palidecía entre formas que palidecían, y que declaro, sin otra formalidad legal, haberse iniciadoen la segunda o tercera semana de junio, es decir, en el momento, penoso si los hay, en que sobre lo quellamamos nuestro hemisferio el Sol alcanza su máximo encarnizamiento y la claridad ártica viene a mear sobrenuestras noches. Entonces se oye el griterío de los rascones. Mi madre me veía con gusto, es decir, merecibía con gusto, pues hacía mucho tiempo que no veía nada. Haré lo posible por hablar de ella conserenidad. Eramos los dos tan viejos, yo había nacido siendo ella tan joven, que parecíamos una pareja deviejos compinches, sin sexo, sin parentesco, con los mismos recuerdos, los mismos rencores, las mismasesperanzas. No me llamaba nunca hijo, cosa que por otra parte yo tampoco habría soportado, sino Dan, no sépor qué, no me llamo Dan. Quizá Dan era el nombre de mi padre, si, quizá me tomaba por mi padre. Yo latomaba por mi madre y ella me tomaba por mi padre. «Dan, ¿te acuerdas del día en que salvé a aquellagolondrina?» «Dan, ¿te acuerdas del día en que enterraste el anillo?» Conque así era como me hablaba. Yome acordaba, yo me acordaba, quiero decir que más o menos sabía de qué me estaba hablando, y aunque nosiempre había participado personalmente en los acontecimientos que ella evocaba, todo venía a ser lo mismo.Cuando tenía que darle algún nombre, la llamaba Mag. Y la llamaba Mag porque, aunque nohubiera sabido razonarlo, para mi la letra g abolía la sílaba ma, le escupía en la cara, por así decirlo, mejor quecualquier otra letra. Y al mismo tiempo así satisfacía un, necesidad, profunda y sin duda inconfesada, lanecesidad de tener una ma, es decir, una mamá, y de anunciarlo en voz alta. Porque antes de decir mag sedice ma, es evidente. Y da, en mi tierra, quiere decir papá. Por lo demás, aquello no representaba para mí unproblema, en la época a través de la cual ahora me estoy deslizando, quiero decir que no representaba unproblema el hecho de llamarla ma, Mag o condesa de la Caca, pues hacía una eternidad que estaba sordacomo una tapia. Creo que se hacía sobre ella misma sus aguas mayores y menores, pero una especie depudor nos inducía a soslayar este tema en el curso de nuestras conversaciones, de modo que nunca pudellegar a adquirir una certeza sobre el particular. Por lo demás, debía de ser muy poca cosa, algunas cagaditasde chiva parsimoniosamente rociadas cada dos o tres días. El cuarto olía a amoníaco, bueno, no solo aamoníaco, pero a amoníaco, a amoníaco. Ella me distinguía por mi olor. Su viejo rostro apergaminado yvelludo se iluminaba, estaba contenta de haberme olido. Articulaba mal, con un ruido como de astillero, y casinunca se daba cuenta de lo que decía. Cualquier otro que no fuera yo se habría extraviado en esta chácharachasqueante y chisporroteante, interrumpida únicamente por sus momentos de inconsciencia. Aunque yotampoco venía para escucharla. Me comunicaba con ella golpeándole el cráneo. Un golpe significa sí; dos, no;tres, no sé; cuatro, dinero; cinco, adiós. Me había costado mucho adiestrar a este código su entendimientoarruinado y delirante, pero lo había conseguido. Claro que podía ser que ella confundiera si, no, no sé y adiós,pero eso no tenía importancia, porque yo también los confundía. Ahora bien,lo que había que evitar a toda costa era que asociara los cuatro golpes con otra cosa que con el dinero. Así,pues, durante el período de adiestramiento, al mismo tiemPO que le daba los cuatro golpes en el cráneo lepasaba un billete de banco por la nariz o se lo embutía en la boca. ¡Hay qué ver lo ingenuo que era yoentonces! Porque ella había perdido la noción de mensurabilidad, si no del todo, sí por lo menos la facultad decontar más allá de dos. Hay que hacerse cargo, de uno a cuatro era demasiado para ella. Cuando llegábamosal cuarto golpe creía que era el segundo, los dos primeros se habían borrado de su memoria tan rápidamentecomo si no hubiesen existido nunca, si bien no acabo de comprender cómo una cosa que no ha existido nuncapuede borrarse de la memoria, aunque es algo que vemos todos los días. Debía creer todo el rato que yo leiba diciendo que no, cuando nada estaba más lejos de mis intenciones. A la luz de tales razonamientos. medediqué a buscar, y acabé encontrando un medio más eficaz de insuflar en su espíritu la idea de dinero.Consistía en sustituir los cuatro golpes dados con el índice por uno o varios (según mis necesidades)puñetazos en el cráneo. Esto sí que lo comprendía. Por lo demás, no iba a verla por dinero. Me llevaba dineropero no venía para esto. No le guardo demasiado rencor a mi madre. Sé que hizo todo lo posible para que yono naciera, salvo lo principal, y si no consiguió deshacerse de mí fue porque el destino me reservaba otraletrina peor. Pero con que haya tenido tan buenas intenciones me doy por satisfecho. No, no me doy porsatisfecho, pero siempre le tendré en cuenta a mi madre los esfuerzos que hizo por mí. Y le perdono habermezarandeado un poco los primeros meses y haberme amargado el único período ligeramente potable de mienorme historia. Y también le tendré siempre en cuenta que no haya reincidido,instruida por mi ejemplo, o se haya detenido a tiempo. Y si algún día debo buscar algún sentido a mi vida,empezaré a hurgar por ahí, por el lado de esta pobre ramera unípara y de mí, último de esta calaña, no sécuál. Añadiré, an~s de pasar a los hechos, pues parece que realmente debiera hablarse de hechos, acaecidosaquella lejana tarde estival, que con aquella vieja sorda, ciega, incapacitada y demente, que me llamaba Dan ya la que yo llamaba Mag, con ella, y solo con ella, yo..., no, no puedo decirlo. Es decir, podría decirlo, pero nolo diré, sí, me sería fácil decirlo, porque sería mentira. ¿Qué veía yo de ella? Invariablemente, una cabeza, lasmanos a veces, alguna vez los brazos. La cabeza, siempre. Cubierta de vellos, de arrugas, de porquería, debabas. Una cabeza que ennegrecía el aire. No es que lo que pudiera verse tuviera mucha importancia, perosiempre es un comienzo. Era yo quien sacaba la llave de debajo de la almohada, quien cogía el dinero delcajón, quien volvía a dejar la llave bajo la almohada. Aunque no iba a verla por dinero. Creo que venía unamujer cada semana. Una vez, vagamente, precipitadamente, posé mis labios sobre aquella pequeña peragrisácea y arrugada. Puaf. No sé si aquello le gustó. Su cháchara cesó un momento para reanudarse acontinuación. Supongo que se preguntaría qué le estaba ocurriendo. Quizá se dijera puaf. Exhalaba un hedorinsoportable. Debía de ser cosa de los intestinos. Perfume de antigúedad. No es que la critíque, yo tampocodestilo esencias de Arabia. ¿Voy a describir el cuarto? No. Ya tendré ocasión más tarde, posiblemente.Cuando vaya a refugiarme allí, como último recurso, ya sin ningún pudor, con el rabo entre las piernas, vete asaber. Bueno. Ahora que sabemos lo que hay que hacer, pongamos manos a la obra. Está bien eso de saberdesde el primer momento por dónde va uno. Está tan bien que casi me quita las ganas de hacerlo. Yo estabadistraído(y no suelo distraerme nunca, con qué iba a distraerme), y en lo que respecta a mis movimientos, másinseguro aún que de costumbre. Debía haberme fatigado a lo largo de la noche, bueno, debía estar un pocodébil, y el sol, cada vez más alto en el Este, me había envenenado mientras dormía. Hubiera tenido queinterponer entre él y yo la masa de la roca antes de cerrar los ojos. Confundo Este y Oeste, y los polostambién los invierto de buena gana. Estaba fuera de mis casillas, lo que me ocurre rara vez, porque miscasillas son hondas. Por eso lo hago constar. No por ello dejé de recorrer algunas millas sin dificultad, y asíllegué al pie de las murallas. Allí me bajé del sillín, conforme al reglamento. En efecto, para entrar y salir de laciudad la Policía exige que los ciclistas se apeen, que los automóviles avancen en primera, que los coches decaballos vayan al paso. Creo que esta ordenanza se debe a que las entradas, y por supuesto las salidas, sonangostas y oscurecidas por inmensas bóvedas, sin excepción. Es una buena norma y la acatocuidadosamente, pese a la dificultad que me supone avanzar apoyándome en mis muletas y empujando mibicicleta al mismo tiempo. Me las iba arreglando. Había que poner atención. Así mi bicicleta y yo franqueamosjuntos tan difícil acceso. Pero un poco más adelante oi que me interpelaban. Levanté la cabeza y vi a unagente de Policía. Hablo de un modo elíptico, pues sólo más tarde, por vía de inducción, o de deducción, yano me acuerdo, supe quién era. «¿Qué hace usted ahí?», me preguntó. Estoy acostumbrado a esta pregunta,la comprendí en seguida. «Estoy descansando», le dije. «Está descansando», dijo él. «Estoy descansando»,le dije. Y él gritó: «¿Quiere hacerme el favor de responder a mi pregunta?» Esto es algo que me ocurre muyfrecuentemente cuando estoy acorralado, creo sinceramente haber respondido a las preguntas que se mehacen, y en realidadno he dicho nada. No voy a reconstruir aquella conversación en todos sus meandros. Terminé comprendiendoque mi modo de reposar, mi actitud durante el reposo, a horcajadas sobre mi bicicleta, el brazo sobre elmanillar, la cabeza entre los brazos, atentaba ya no recuerdo contra qué, el orden, el pudor. Señalémodestamente mis muletas y aventuré algunos rumores sobre mi enfermedad, que me obligaba a reposarcomo podía y no como debía. Entonces creí comprender que no había dos leyes, una para los sanos y otrapara los inválidos, sino una sola, a la que debían someterse ricos y pobres, jóvenes y viejos, felices ydesdichados. Háblaba bien el hombre. Me permito poner de relieve que yo no estaba triste. ¡Qué había dicho!«Sus papeles», dijo, lo supe un instante después. «No~ije-, no.» «¡Sus papeles!», aulló. «Ah, mis papeles.»Los únicos papeles que llevo encima son algunas hojas de periódico, para limpiarme, comprendéis, cada vezque voy al tocador. Oh, no digo que me limpie cada vez que voy al tocador, no, pero me gusta estar ensituación de poder hacerlo sí se presenta el caso. Es natural, ¿no? Aturdido, saqué este papel del bolsillo y selo puse ante la nariz. Era un hermoso día. Empezamos a andar por callejuelas soleadas, poco concurridas. Yoiba dando saltitos sobre mis muletas y él empujaba la bicicleta delicadamente, con su mano enguantada deblanco. Yo no... yo no me sentía desgraciado. Me detuve un instante y, asumiendo esta responsabilidad, alcéla mano y toqué la copa de mi sombrero. Quemaba. Sentía volverse a nuestro paso rostros alegres y serenos,rostros de hombres, de mujeres, de niños. En un momento dado, me pareció oír una música lejana. Me detuvepara escucharla. «Andando», me dijo el policía. «Escuche», le dije. «Andando», me dijo. No me dejabanescuchar música. Hubiera podido provocar una aglomeraclon. Me dio un empujón en la espalda. Me habíahechodaño, oh, no en la piel, pero de todos modos mi piel, a través de la ropa, había sentido la dureza de aquelpuño. Mientras avanzaba a mi mejor paso me abandonaba a aquel dorado instante, como si yo fuera otro. Erala hora de la siesta. Los más juiciosos tal vez, descansando en los jardines públicos o sentados a la puerta desu casa, saboreaban aquellas languideces expirantes, olvidando las recientes congojas, indiferentes a las quese avecinaban. Otros, por el contrario, aprovechaban el momento para devanar proyectos, la cabeza entre lasmanos. ¿Había uno siquiera capaz de ponerse en mi lugar, de sentir hasta qué punto, en aquel momento, yoera distinto de lo que parecía, y qué poder había en mi, qué amarras tensas a punto de estallar? Es posibleque lo hubiera. Sí, yo me orienté hacia esa falsa profundidad, hacia las falsas apariencias de paz y gravedad;me precipité en ellas con todos mis antiguos venenos, sabiendo que no arriesgaba nada. Bajo el cielo azul,ante la mirada de mi guardián. Olvidándome de mi madre, liberado de la acción, fundido en la hora ajena,diciéndome pausa, pausa. Llegados a la comisaría, se me introdujo a presencia de un funcionariosorprendente. Vestido de paisano, en mangas de camisa, estaba hundido en un sillón, con los pies sobre lamesa del despacho, tocado con un sombrero de paja y pendiente de sus labios un objeto delgado y flexibleque no llegué a identificar. Antes de que me largara tuve tiempo de constatar todos estos detalles. Escuchó elinforme de su subordinado, a continuación pasó a interrogarme en un tono que, desde el punto de vista de laurbanidad, dejaba a mi juicio cada vez más que desear. Entre sus preguntas y mis respuestas (cuando valía lapena tomar aquellas en consideración> mediaban intervalos más o menos largos y sonoros. Estoy tanacostumbrado a que no me pregunten nada, que cuando me preguntan algo, tardo un buen ratoen comprender qué me preguntan. Y cometo la equivocación de que, en vez de reflexionar tranquilamentesobre lo que acabo de oír, y que he oído perfectamente, porque soy bastante fino de oído, pese a miancianidad, me apresuro a responder cualquier cosa, probablemente por temor a que mi silencio haga estallarla cólera de mi interlocutor. Soy muy miedoso, toda mi vida he tenido miedo de que me peguen. Soportofácilmente insultos e invectivas, pero a los golpes no he podido acostumbrarme nunca. Es curioso. Hasta losescupitajos me molestan. Pero si se me trata con un poco de dulzura, quiero decir, si se deja de tratarme apatadas, suelo dejar finalmente satisfecho a mí interlocutor. Pero el comisario se contentaba con amenazarmecon una regla cilíndrica, de modo que tuvo la ventaja de irse enterando de que yo no tenía papeles en elsentido que él daba a este término, ni ocupación, ni domicilio, que por el momento se me escapaba mi apellidoy que yo me dirigía a casa de mi madre, a cuyas expensas yo agonizaba. Por lo que respecta a las señas de lasusodicha, las ignoraba, pero sabía encontrar perfectamente la casa, in,cluso a oscuras. ¿El barrio? El de losmataderos, alteza, pues desde el cuarto de mi madre, a través de las ventanas cerradas, por encima de sucháchara, yo había oído rugir a los bovinos, este mugido violento, trémulo y ronco que no proviene de lospastos, sino de las ciudades, de los mataderos y mercados de animales. Sí, pensándolo bien, tal vez me habíaprecipitado al decir que mi madre vivía cerca de los mataderos, porque también podía ser que viviera cerca demercado de animales. «No se preocupe usted~ijo el comisario-. Está en el mismo barrio.» El silencio quesiguió a tan amables palabras fue empleado por mí en volverme hacia la ventana, sin ver nada realmente, yaque había cerrado los ojos, limitándome a ofrecer a esta dulzura de oro y azul rostro y garganta, y tambiénmí espíritu vacío, o casi, porque debía preguntarme si no tenía ganas de estar sentado, después de tanto ratode pie, y recordar lo que me habían enseñado al respecto, a saber, que la posición sedente no era ya la másadecuada para mí, debido a mi pierna corta y tiesa, que para mí sólo había dos posiciones posibles, la verticalvarado entre mis muletas, apoyándome en ellas de pie, y la horizontal, tendido en el suelo. Y, sin embargo, devez en cuando me venían ganas de sentarme, desde un mundo lejano y desaparecido. Y, prevenido y todo, nosiempre sabía resistirías. Sí, seguramente mi espíritu sentía este sedimento, moviéndose imperceptiblementecomo granitos de arena en el fondo de un charco, mientras en mi cara y mi gran nuez pesaban el cielosoberano y el aire estival. Y de pronto recordé mi nombre:Molloy. «Me llamo Molloy-grité, completamente aterrado-. Molloy, acabo de acordarme.» No tenía ningunaobligación de facilitar este dato, pero lo facilité, sin duda con la esperanza de ganarme simpatías. No mehabían hecho quitar el sombrero, ignoro por qué razón. «¿Se llama así su mamá?», dijo el comisario, porquedebía de ser un comisario. «Molloy-dije-, me llamo Molloy.» «¿Es ese el apellido de su mamá?», dijo elcomisario. «¿Cómo?», dije. «Usted se llama Molloy», dijo el comisario. «Sí~ije-, acabo de acordarme.» «¿Y sumamá?», dijo el comisario. Yo no comprendía. «¿También se llama Molloy?», dijo el comisario. «¿Se llamaMolloy?», dije yo. «Sí», dijo el comisario. Yo reflexioné. «Usted se llama Molloy», dijo el comisario. «Si», dije.«Y su mamá~ijo el comisari~, ¿se llama también Molloy?» Yo reflexioné. «Su mamá de usted~dijo elcomisari~, se llama...» «¡Déjeme reflexionar!», grité. Bueno, al menos así imagino que ocurrían las cosas.«Piénselo», dijo el comisario. ¿Mi mamá se llamaba Molloy? Sin duda. «Sí, también debe llamarse Molloy»,dije. Me llevaron, creo que a la sala de guardia, y allíme ordenaron sentarme. Mediaron explicaciones. Abreviando, obtuve el permiso, si no de tumbarme en unbanco, si al menos de quedarme de pie, apoyado en la pared. La estancia era sombría y la recorrían en todasdirecciones gentes apresuradas, malhechores, policías, hombres de leyes, sacerdotes y periodistas, o almenos eso supongo. Todo era oscuro, formas oscuras apresurándose en un espacío oscuro. A mí nadie meprestaba atención y yo les pagaba con la misma moneda. Siendo así, ¿cómo podía yo saber que ellos no meprestaban atención y cómo podía hacer yo otro tanto, puesto que ellos no me prestaban atención a mí? No losé. Yo lo sabía y lés pagaba con la misma moneda, de eso estoy seguro y basta. Pero de pronto surgió antemí una mujerona vestida de negro, o más bien de malva. Aún hoy me pregunto si era la asistenta social. Metendía un tazón lleno de un jugo grisáceo que debía de ser té verde con sacarina y leche en polvo, en unplatillo desparejado. Eso no era todo, porque entre el platillo y el tazón se alzaba en equilibrio precario unarebanada de pan seco, de la que me puse a decir, con una especie de angustia: «Va a caerse, va a caerse»,como si el hecho de que se cayera o no tuviese alguna importancia. Un instante después yo mismo sosteníaentre mis manos temblorosas este pequeño amasijo de objetos heterogéneos y vacilantes, donde secodeaban lo duro, lo líquido y lo blando, sin la menor idea de cómo se había llevado a cabo la transferencia.Voy a advertiros de una cosa: cuando las asistentes sociales os ofrecen graciosamente una bazofia como parani mirarla, lo cual en ellas constituye una obsesión, es inútil mostrarse recalcitrante. Os perseguirían hasta losconfines de la Tierra blandiendo su vomitivo. Las del Ejército de Salvación no están mucho mejor. No,realmente no conozco defensa alguna contra el gesto caritativo. Hay que inclinar la cabeza, tendiendolas manos confusas y temblorosas, y decir gracias, señora; gracias, buena señora. El que no tiene nada, notiene derecho a despreciar la mierda. El líquido desbordaba, la taza vacilaba con un ruido de crujir de dientes,y no eran los míos, porque no tengo dientes, y el pan chorreante se inclinaba cada vez más. Hasta el momentoen que, llegado al colmo de mi inquietud, lo arrojé lejos de mí. No es que lo dejara caer, no, sino que de unempujón convulsivo con las dos manos lo mandé a estrellarse contra el suelo, o contra la pared, tan lejos demí como me permitían mis fuerzas. No voy a contaros la continuación, porque ya me he cansado de este sitio,así que me largo. La tarde empezaba ya a caer cuando me dijeron que quedaba en libertad. Se me advirtióque debía comportarme mejor en el futuro. Consciente de mi culpa, enterado ya de los motivos de midetención, sensible a las contravenciones que mi interrogatorio puso de manifiesto, quedé asombrado derecobrar tan fácilmente la libertad, si aquello era la libertad, y eso sin que se aludiera a la más mínima sanción¿Podría ser que, sin saberlo, tuviera un protector en algún alto cargo? ¿Me había yo impuesto al comisario sindarme cuenta? ¿Habían conseguido encontrar a mi madre y obtener de ella, o de gente del barrio, laconfirmación de algunas de mis aseveraciones? ¿Juzgaban quizá que no valía la pena someterme a unprocedimiento penal? Porque la verdad es que no resulta cómodo castigar en forma sistemática a un entecomo yo. Ocurre a veces, pero la más elemental prudencia lo desaconseja. Vale más remitirse a la opinión delos agentes. No sé. Si es obligatorio llevar los documentos de identidad, ¿por qué no insistieron para que melos procurara? ¿Porque es un asunto costoso y yo no tengo dinero? Pero, siendo así, ¿no habrían podidorequisar mi bicicleta? Probablemente no, sin un auto de~ tribunal. Todo resulta incomprensible. Lo que escierto esque nunca he vuelto a descansar de aquel modo, los pies obscenamente apoyados en el suelo, los brazos enel manillar y la cabeza entre los brazos, abandonada y bamboleante. En efecto, constituía indudablemente untriste espectáculo, y un triste ejemplo para los demás ciudadanos, tan necesitados de aliento en su dura tareaque solo deben ofrecérseles manifestaciones de fuerza, de alegría y de celeridad, para evitar que sedesplomen al terminar la jornada y rueden por tierra. Bastó con que me enseñaran qué comportamiento era elbueno para que me comportara bien, en la medida en que mi físico me lo permite. Y no he cesado de mejoraren este aspecto, pues he sido inteligente y rápido de comprensión. Y en cuanto a buena voluntad, medesbordaba por todos los poros esta exasperada buena voluntad de los ansiosos. De manera que mirepertorio de actitudes lícitas no ha cesado de enriquecerse, desde mis primeros pasos hasta los últimos, quedi el año pasado. Y si bien es verdad que me he comportado siempre como un cerdo, no hay que achacármeloa mi, sino a mis superiores, que me corregían únicamente en pequeños detalles en v~ de mostrarme loesencial del sistema, según el ejemplar método de los grandes colegios anglosajones, así como los principiosa que obedecen los buenos modales y el modo de pasar sin posible error de aquellos a estos, y de remontarsehasta las fuentes a partir de una posición dada. Todo ello me hubiera permitido, antes de desplegar en públicociertos modos de proceder dictados solamente por la comodidad, tales como el dedo en las narices, la manoen los cojones, el sonarse con los dedos o la meada ambulante, atenerme a las normas primeras de una teoríarazonada. Sí, a este respecto yo sólo poseía nociones negativas y empíricas, lo que equivale a decir que lasmás de las veces me hallaba sumido en la más completa oscuridad, y tanto más si se tiene en cuenta que misobservaciones, recogidasa lo largo del siglo, me predisponían a poner en duda hasta los más altos dictámenes respecto al modo devida, incluso en un espacio reducido. Pero sólo pienso en estas cosas, y en otras, desde que ya no vivo. En elrelajamiento de la descomposición recuerdo aquella prolongada emoción confusa que fue mi existencia, y lajuzgo, como dicen que Dios nos juzgará, y con el mismo ánimo impertérrito. Descomponerse también es vivir,lo sé, no insistáis más, pero nunca es posible entregarse a ello del todo. Por otra parte, es posible que tambiéncualquier día tenga la bondad de echaros un discurso sobre esa vida, el día en que sepa que creyendo saberlo único que hacía era existir, y la pasión sin forma ni descanso me haya devorado hasta las carnes pútridas,y, sabiendo esto, no sepa nada, no haga sino gritar como no he hecho sino gritar, más o menos fuerte, de unmodo más o menos descarado. Venga, gritemos, se supone que eso sienta bien. Sí, esta vez a gritar, y quizáotra vez aún. Gritemos que el Sol poniente daba de lleno en la fachada blanca de la comisaría. Parecía queestuviéramos en China. Una sombra compleja se dibujaba en la fachada. Eramos yo y mi bicicleta. Me puse ajugar, gesticulando, agitando mi sombrero, haciendo ir y venir la bicicleta ante mí, hacia adelante, hacía atrás,haciendo sonar la bocina. Miraba la pared. Me miraban desde las ventanas enrejadas, sentía aquellos ojospuestos en mí. El agente que estaba de guardia ante la puerta me dijo que me largara. Yo solo ya me habríacalmado. A fin de cuentas, la sombra no resulta mucho más divertida que el cuerpo. Le pedí al agente que secompadeciera de mi, que me ayudara. No comprendía. Recordé con nostalgia el refrigerio que me ofreciera laasistenta social. Me saqué un guijarro del bolsílío y lo succioné. Era liso, de tantas chupadas que le habíadado, y de las veces que lo había arrebatado la tempestad. Un pequeño guijarro redondo y liso en la boca lecalmaa uno los nervios, le refresca, burla el hambre, engaña a la sed. El agente se me acercaba, le molestaba milentitud. A él también le miraban desde las ventanas. Se oían risas. También en mí reía alguien. Tomé mípierna enferma entre las manos y la hice pasar por encima de la armazón de la bicicleta. Me marché. Habíaolvidado dónde iba. Me detuve para reflexionar sobre este asunto. Es difícil reflexionar mientras se anda enbicicleta, para mi al menos. Cada vez que intento hacerlo, pierdo el equilibrio y me caigo. Hablo en presentepor lo fácil que resulta hablar en presente cuando se trata del pasado. No le prestéis mucha atención, se tratade un presente mitológico. Ya me iba a liberar de mis humores en mis andrajos cuando recordé que no estababien hacer esto. Reanudé mi camino, camino del que solo sabia, en cuanto tal camino, que era únicamenteuna superficie clara u oscura, regular o llena de baches, pero siempre amada, a poco que pensara en ello, yamado este rumor del aparato que se desplaza y que cuando hace tiempo seco es saludado por una levepolvareda. De modo que, sin acordarme siquiera de haber salido de la ciudad, me encontré a la orilla delcanal. El canal cruza la ciudad, ya lo sé, ya lo sé, si hasta hay dos. Pero entonces, ¿aquellos setos, aquellacampiña? Molloy, no te atormentes. De pronto me acuerdo, era la pierna derecha la que tenía paralizada, enaquel tiempo. Vi avanzar hacia mí. en la otra orilla, una yunta de asnillos grises recorriendo trabajosamente ellargo camino de sirga, y oí gritos de ira y golpes sordos. Puse pie en tierra para ver mejor la gabarra que seacercaba, tan lentamente que ni siquiera el agua se rizaba a su paso. Llevaba un cargamento de tablones yclavos, destinados sin duda a algún carpintero. Mi mirada se cruzó con la de un asno, y la bajé hacia suspasos delicados y vigorosos. El piloto apoyaba el codo en la rodilla y la cabeza en lá mano. Cadatres o cuatro bocanadas, sin quitarse la pipa de la boca, escupía en el agua. El Sol ponía en el horizonte suscolores de azufre y de fósforo. Yo avanzaba hacia ellos. Finalmente me apeé, llegué a saltitos hasta la zanja yme acosté en ella, al lado de mi bicicleta. Me acosté cuan largo soy, los brazos en cruz. El espino blancopendía sobre mí, lástima que no me guste el olor del espino blanco. En la zanja la hierba era alta y espesa, mequité el sombrero y me rodeé el rostro de largos y frondosos tallos. Sentí entonces la tierra, su olor estaba enla hierba que mis manos entrelazaban sobre el rostro hasta cegarme. Comí también un poco de hierba. Ahorame acuerdo, tan repentina e inexplicablemente como de mi nombre, de que había salido para ver a mi madrela mañana de aquel día que tocaba a su fin. ¿Por qué razones? No me acordaba ya. Pero las conocía, creíaconocerlas, bastaba con encontrarlas para salir volando hacia la casa de mi madre, jinete en las alas de gallinade la necesidad. Sí, a partir del momento en que se conoce el porqué todo resulta más fácil, un simple asuntode magia. Todo consiste en conocer la santidad, y cualquier tontaina puede consagrar su vida a este ideal. Encuanto a los detalles, si uno se interesa por ellos, no hay por qué desesperarse, podemos terminar llamando ala puerta adecuada del modo adecuado. Aunque para el conjunto parece que no hay ningún libro de fórmulas.Acaso no hay más conjunto que el póstumo. No hace falta ser muy listo para encontrar un calmante en la vidade los muertos. Entonces, ¿qué espero para conjurar la mía? Ya llega, ya llega, desde aquí estoy oyendo elestertor que, aunque no sea yo quien lo exhale, va a sumirlo todo en la calma. Mientras, es inútil saber queestoy difunto, no lo estoy, me voy retorciendo todavía, los cabellos crecen, se alargan las uñas, se vacían lasentrañas, han muerto todos los enterradores. Alguien, quizá uno mismo, ha descorrido las cortinas. Ni el más leve ruido. ¿Dónde están las moscas de las que tanto nos habían hablado? Hayque rendirse a la evidencia, no soy yo el muerto, sino todos los demás. De modo que me levanto para ir a vera mi madre, que aún se cree con vida. Estas son mis impresiones. Pero ahora tengo que salir de esta zanja.De buena gana desaparecería en ella, hundiéndome cáda vez más bajo el influjo de las lluvias. Probablementevolveré algún día a esta zanja o a otra parecida, para esto me fio de mis piernas, del mismo modo que estoyseguro de que algún día volveré a encontrarme con el comisario y sus secuaces. Y si he cambiado demasiadopara reconocerlos y no llego a precisar que son los mismos, no os dejéis engañar por ello, serán los mismosaunque hayan cambiado. Pues conocer a una persona, conocer un lugar, iba a decir conocer una hora, perono quisiera ofender a nadie, y luego no darle ningún papel más en la vida de uno, es como si, no sé cómodecirlo. No querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree querer decir, y decirlosiempre, o casi, esto es lo que importa no perder de vista, en el calor de la redacción. Aquella no fue unanoche como las demás, si lo hubiera sido me daría cuenta. Pues cuando intento pensar en aquella noche quepasé al borde del canal, no encuentro nada, no hay noche propiamente dicha, solamente Molloy en la zanja, yun silencio absoluto, y en mis párpados cerrados la pequeña noche en la que nacen, llamean y se extinguenmanchas de claridad, alternativamente vacías y pobladas, como llama de excrementos de santos. Hablo deuna noche, pero quizá fueron varias. Traicionemos, traicionemos al pensamiento traidor. Pero la mañana, unamañana, ahora me acuerdo, aquella mañana ya avanzada, y el sueñecito que descabecé según mi costumbrey la nueva sonoridad del espacío, y el pastor que me miraba dormir y antecuyos ojos se abrieron los míos. A su lado un perro jadeante, que me miraba también, aunque con menosfijeza, ya que de vez en cuando se detenía para mordisquearse furiosamente, probablemente en los lugaresdonde las garrapatas le imponían su tributo. ¿Me tomaba por un carnero negro enredado en las zarzas yesperaba una orden de su amo para sacarme de allí? No creo. No huelo a carnero, me gustaría oler a carneroo a macho cabrío. Al despertarme, distingo con bastante claridad las primeras cosas que se ofrecen a mimirada, y si no son demasiado difíciles hasta llego a comprenderlas. Luego empieza a caer sobre mi cabeza ymis ojos una lluvia fina, como lanzada por una regadera. Esto es lo importante. De modo que me di cuentainmediatamente de que lo que tenía delante era un pastor y su perro, mejor dicho, por encima de mí, ya queno habían salido del camino. Y también identifiqué sin dificultad los balidos del rebaño, inquieto al no sentírseya hostigado. Esta es igualmente la hora en que el sentido de las palabras me resulta menos oscuro, así quedije, muy seguro y tranquilo: «¿Adónde los lleva usted, a pacer o al matadero?» Yo debía haber perdidototalmente el sentido de la orientación, como sí la orientación píntara aquí algo. Pues incluso en la hipótesis deque se dirigiera a la ciudad, ¿por qué no podía dar un rodeo, o salir por otra puerta, en dirección a los pastosmás tranquilos? Y sí es que se alejaba, esto tampoco significaba nada, pues no hay mataderos solamente enlas ciudades, los hay en todas partes, cada matarife tiene su matadero y el derecho a matar según las propiasnecesidades. Pero, ya porque no me comprendió, ya porque no quiso responderrne, no me respondió, y semarchó sin decir palabra, sin decirme palabra a mí por lo menos, porque sí que hablóque le escuchó atentamente, las orejas ~ ~ puse de rodillas, no, no fue así, me ~Úse en pie y mire alejarse a lapequeña caravana. Oí silbar al pastor, y le vi hacer molinetes con su bordón, y vi al perro que se ocupaba delganado, expuesto a todas luces, sin su vigilancia, a precipitarse en el canal. Todo ello a través de unapolvareda centelleante, y poco después a través de esta llovizna que cada día me entrega a mí mismo y meoculta lo demás y me oculta a mí mismo. Se calmaban los balidos, ignoro si debido a que los carneros estabanmenos inquietos, o a su progresivo alejamiento, o a que yo los oía peor, lo que me sorprendería, porquesiempre he tenido el oído bastante fino, apenas un poco embotado al amanecer, y aunque a veces paso horasson oír nada se debe a razones que ignoro, o porque quizá todo lo que me rodea se sume verdaderamente enel silencio, de vez en cuando, mientras que para los justos nunca cesa el mundanal ruido. Y así empezóaquella segunda jornada, salvo que fuera la tercera o la cuarta, y empezó mal, porque introdujo en mí unaperplejidad de gran alcance respecto al destino de los carneros, entre los cuales había corderos, y mepreguntaba con frecuencia si habrían llegado finalmente a alguna dehesa o habrían caído con el cráneo roto,con un roce de sus patas flacas, primero de rodillas, luego apoyados sobre el flanco lanudo, bajo la maza delmatarife. Pero no vayáis a creer, las pequeñas perplejidades tienen también su lado bueno. Qué país rural,Dios mío, cuadrúpedos por todas partes. Y no solo estos, sino tamb¡én los caballos y las cabras, para nomencionar a otros. Los siento al acecho, dispuestos a cruzarse en mi camino, de lo cual no tengo ningunanecesidad. Pero a todo esto yo no perdia de vista mi objetivo inmediato, a saber, ir a ver a mi madre lo másrápidamente posible, y de pie desde dentro de la zanja invocaba las muchas y buenas razones que tenía paraello. Y si bien yo era capaz de hacer muchas cosas sin saber lo que iba a hacer hasta que estaba ya hecho, yno siempre, ir a ver a mi madre no era unade estas cosas. Mis pies nunca me conducían a casa de mi madre sin haber recibido desde arriba una ordenterminante en tal sentido. El tiempo era delicioso, delicioso, cualquier otro se habría alegrado en mi lugar. Peroyo no tengo por qué alegrarme de que haga sol y me abstengo siempre. Maté al Egeo, sediento de luz y calor,el Egeo se mató hace tiempo dentro de mí. Las sombras pálidas de los días lluviosos respondían mejor a mitemperamento, no, me expreso mal, a mi humor tampoco, no tenía temperamento ni humor, hace tiempo quelos perdí. Bueno, quizá lo que quiero decir sea que las pálidas sombras, etc., me ocultaban mejor, sinparecerme por ello especialmente agradables. Mimético a pesar mío, este es Molloy, desde cierto punto devista. Y en invierno me envolvía, bajo el abrigo, con tiras de papel de periódico, y no me las quitaba hasta quedespertaba la tierra, hasta que despertaba realmente, en abril. El Suplemento Literario del Times era excelentea tal efecto, de una solidez e impermeabilidad a toda prueba. Ni los pedos lo rompían. Qué voy a hacerle,suelto ventosidades a cada paso, de modo que alguna alusión he de hacer de vez en cuando al asunto, pesea la lógica repugnancia que me inspira. Un día conté mis gases. Trescientos quince en diecinueve horas, loque da una media de más de dieciséis pedos por hora. Lo cual no es mucho. Cuatro pedos cada cuarto dehora. Total, nada. Ni un pedo cada cuatro minutos. Es increíble. Vaya, vaya, soy un pedorrero de pacotilla, hehecho mal en decir otra cosa. Resulta extraordinario cómo las matemáticas ayudan a conocerse a sí mismo.Por otra parte el problema climático carecía de interés para mí, me adaptaba al viento que soplara. Me limitarépor tanto a añadir que en aquella región solía brillar el Sol por la mañana hasta las diez o diez y media,momento en que el cielo se cubría y empezaba a caer la lluvia, ininterrumpidamente, hasta la noche.Entonces salía el Sol y se ponía, la tierra empapada destellaba un instante, luego se oscurecía su resplandor.De modo que monté de nuevo en mi bicicleta, con una chispa de inquietud en el embrutecido corazón, como ecanceroso obligado a consultar a un dentista. Porque ignoraba si seguía el buen camino. Normalmente, todoslos caminos eran buenos para mi. Pero para ir a ver a mi madre solo había un buen camino, el que llevaba asu casa, o uno de los que llevaban a su casa, porque no todos los caminos llevaban a su casa. Yo no sabia siestaba siguiendo uno de los buenos caminos y eso me molestaba, como lo hace toda llamada a la vida.Juzguen ustedes, pues, cuál no seria mi alivio cuando, a cien pasos ante mí, vi surgir las murallas familiares.Una vez que las hube franqueado, me encontré en un barrio para mi desconocido, pese a conocer la ciudad ala perfección, pues había nacido en ella y no había conseguido alejarme nunca-tal era la atracción que, ignoropor qué causa, ejercía sobre mí-más de quince o veinte millas. De modo que estaba a punto de preguntarme sme hallaba realmente en mi ciudad, aquella en que había visto la noche y que encerraba aún a mi madre enalguna parte. O si más bien, por alguna falsa maniobra, había venido a caer en otra ciudad de la que ni elnombre conocía. Porque yo no conocía otra ciudad que mi ciudad natal, ni había puesto nunca los pies enninguna otra. Pero había leído con atención, cuando aún sabía leer, libros de viajeros más afortunados que yodonde se hablaba de otras ciudades tan hermosas como la mía, y hasta puede que más hermosas, aunquecon otro tipo de belleza. Y busqué en mi memoria el nombre de esta única ciudad que conocía, con laintención, en cuanto hubiera dado con él, de pararme y decirle a un transeúnte, quitándome el sombrero:«Dispense, señor:¿haría el favor de decirme si estamos en X?», pongo porcaso. Me parecía que el nombre en cuestión empezaba por B o P, pero a pesar de tal indicio, o tal vez a causade ser falso, las otras letras se me seguían resistiendo. Hacía tanto tiempo que vivía alejado de las palabras,haceos cargo, que me bastaba, por ejemplo, con ver mi ciudad, ya que estamos hablando de mi ciudad, paraque me fuese imposible, ustedes se harán cargo. Bueno, es demasiado difícil para mí decirlo. Del mismo modola sensación de mi personalidad se envolvía de un anonimato a veces impenetrable, como espero haberdemostrado. Y así sucesivamente con las demás cosas que se burlaban de mis sentidos. Sí, incluso en aqueltiempo, cuando todo empezaba ya a difuminarse, partículas y ondas, la condición del objeto era ya carecer denombre, y a la inversa. Ahora digo esto, pero en el fondo, ¿qué puedo saber de aquella época ahora, cuandogranizan sobre mí palabras glaciales de sentido y el mundo muere así, indignamente, pesadamentenombrado? Sé lo que saben las palabras y las cosas muertas, y todo ello forma una pequeña y bonita suma,con un comienzo, una mitad y un final, como en las frases bien construidas y en la larga sonata de loscadáveres. Y no tiene mucha importancia que diga esto u otra cosa. Decir es inventar. Sea falso o cierto. Noinventamos nada, creemos inventar, evadirnos, cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, losrestos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y a lamierda. Veamos. Incapaz de recordar el nombre de mi ciudad, tomé la resolución de detenerme al borde de laacera, en espera de un transeúnte de aspecto agradable e instruido, para quitarme el sombrero y decirle conmi mejor sonrisa: «Dispense, señor, perdone, señor, por favor, ¿cómo se llama esta ciudad?» Pues una vezpronunciada la palabra, yo recordaría si era o no la palabra que había estado buscando en mi memoria. Con locualsabría de una vez a qué atenerme. Un absurdo y desgraciado percance impidió que ejecutara esta resolución,tomada mientras iba pedaleando. Pues mis resoluciones tenían la particularidad de que una vez tomadassurgia un incidente incompatible con su puesta en práctica. Sin duda hay que atribuir a esto que ahora tomemuchas menos resoluciones que en la época a que me refiero y que entonces tomara menos que algún tiempoatrás. Pero a decir verdad (ja decir verdad!) nunca me he distinguido por ser particularmente resuelto, quierodecir dispuesto a tomar resoluciones, sino más bien dispuesto a hundirme con la cabeza gacha en la mierda,sin saber quién se me estaba cagando encima ni de qué lado me convenía recostarme. Pero tampoco estapredisposición me procuraba muchas satisfacciones, y aunque nunca he llegado a liberarme de ella, no vayáisa creer que no lo haya intentado. El hecho es, según parece, que a lo máximo que puede aspirar uno es a seral final algo menos de lo que era al principio, y así sucesivamente. Pues apenas había establecidomentalmente mi plan, cuando me di de manos a boca con un perro, según supe más tarde, y caí al suelo,torpeza tanto más imperdonable cuanto que el perro, atado con un lazo, no estaba en la calzada, sino en laacera, paseando juiciosamente al lado de su dueña. Hay que tomar las precauciones con precaución, ocurrecomo con las resoluciones. Aquella señora debía creer que no dejaba nada al azar, en lo que respecta a laseguridad de su perro, cuando lo que hacía en realidad era desafiar a toda la naturaleza, como yo con misdisparatadas pretensiones de poner algo en claro. Pero en vez de humillarme, haciendo valer mi avanzadaedad y mis defectos físicos, agravé mi situación con una intentona de huida. No tardé en ser alcanzado poruna jauría de justicieros de ambos sexos y de todas las edades, ya que divisé barbas blancas y caritas casi enplena edadde la inocencia, y ya se disponían a hacerme picadillo cuando intervino la señora. Vino a decir en resumen,según me dijo más tarde y yo creí: «Dejad en paz a este pobre viejo. Desde luego mató a Teddy, a quienamaba como a mi propio hijo, pero la cosa no es tan grave como parece, porque precisamente le llevaba acasa del veterinario, para que pusiera término a sus sufrimientos. Porque Teddy era viejo, sordo, ciego,baldado por el reuma y se hacía sus necesidades encima a cada paso, día y noche, tanto en casa como en eljardín. De modo que este pobre viejo me ha evitado un itinerario penoso, para no hablar de un gasto que notengo muchos recursos para sufragar, pues mi único medio de subsistencia es la pensión de guerra de miquerido difunto, muerto por lo que llaman su patria, de la que en vida no obtuvo provecho alguno, solo afrentasy bastonazos a discreción.» La aglomeración empezaba ya a disiparse, había pasado el peligro, pero laseñora no paraba el carro. «Me objetarán ustedes-prosigui&~ue ha obrado mal al darse a la fuga, que hubieradebido presentarme sus excusas, darme explicaciones. De acuerdo. Pero salta a la vista que no estátotalmente en sus cabales, por razones que ignoramos y que quizá nos avergonzarían a todos, caso deconocerlas. Llegó a preguntarme incluso si se habrá dado cuenta de lo que ha hecho.» Aquélla voz monótonaoriginaba tal hastio, que ya me disponía a proseguir mi camino cuando apareció ante mi vista el indispensablesargento de Policía. Dejó caer pesadamente sobre el manillar de mi bicicleta su manaza roja y velluda, lo notépor mi mismo, y, según parece, sostuvo con la señora la siguiente conversación: «Al parecer, este individuo haaplastado a su perro, señora.» «Exactamente, ¿y qué?» No, renuncio a transcribir aquel diálogo estúpido. Melimitaré a decir que también el sargento de Policía terminó dispersándose, espero no emplear una palabrademasiadoMolloyParte 2fuerte, refunfuñando, seguido por los últimos mirones que habían perdido ya toda esperanza de que las cosasse me pusieran feas. Pero de pronto se volvió y dijo: «Llévese a su perro inmediatamente.» Como ya era librede partir, adopté la posición de partida. Pero la señora, una tal señora Loy, más vale decirlo cuanto antes, oLousse, ya no me acuerdo, un nombre de pila que sonaba como Sofia, me retuvo, cogiéndome los faldones ydiciendo, en el supuesto de que la última frase fuera igual que la primera:«Señor, le necesito.» Y me figuro que al ver en mi expresión, siempre reveladora, que la había comprendido,debió de decirse: «Si ha comprendido, esto puede comprender lo demás.» Y no andaba equivocada, pues alcabo de un rato me encontraba en posesión de algunas ideas o puntos de vista que solo podían provenir deella, a saber, que, ya que había matado a su perro, tenía que ayudarla a llevarlo a su casa y enterrarlo, queella no quería querellarse por lo que yo le había hecho, pero que no siempre uno deja de hacer lo que quiere,que yo le resultaba simpático pese a mi aspecto repugnante y que seria para ella un placer el ayudarme, y nosé cuántas cosas más. Conque, al parecer, yo también la necesitaba a ella. Ella me necesitaba para que laayudase a hacer desaparecer a su perro y yo la necesitaba no sé para qué. Sin duda me dijo los motivos,pues se trataba de una insinuación que no podía pasar decorosamente por alto como había pasadodecorosamente por alto lo anterior, y no vacilé en decirle que yo no la necesitaba ni a ella ni a nadie, bueno,quizá decir esto era un poco exagerado, po¡~~ue necesitaba a mi madre, porque si no la necesitaba, ¿a quévenia aquel empeño en ir a verla? Esta es una de las razones que me impulsan a hablar lo menos posible. Yes que siempre digo demasiado o demasiado poco, lo que me apena, pues soy muy amante de la verdad. Yno voy a dejar este asunto, sobre el cualno podré volver ya nunca más, tantos son los nubarrones que se acumulan, sin hacer la siguiente curiosaobservación, que a veces, cuando aún hablaba, me ocurría que decía demasiado creyendo decir demasiadopoco, o demasiado poco creyendo decir demasiado. Quiero decir que, a la larga, si se pensaba en ello,pecaba en mis palabras por exceso cuando creía haber pecado por defecto, y al revés. Curiosa inversión,¿verdad?, operada por el simple transcurso del tiempo. En otras palabras, dijera lo que dijese, nunca erasuficiente o demasiado poco. Dijera lo que dijese, no me callaba, eso es, no me callaba. Divino análisis, cómonos ayudas a conocernos a nosotros mismos y, si nos conocemos a nosotros mismos, a nuestrossemejantes. Porque al decir que no necesitaba a nadie no estaba diciendo demasiado, sino una ínfima partede lo que hubiera debido decir, no hubiera sabido decir, hubiera debido callar. ¡Necesidad de mi madre! Sí,era realmente inefable la ausencia de necesidad en que yo perecía. De modo que debió decirme, me refieronuevamente a Sofía, las razones por las que tenia necesidad de ella, ya que me había permitido llevarle lacontraria sobre el particular. Y pensando un poco, supongo que me acordaría de estas razones, pero no seréyo quien se tome este trabajo. Pero ya estoy harto de aquel bulevar, sí, debía tratarse de un bulevar, y deaquellos hombres justos que pasaban, de aquellos policías al acecho, de aquellos pies, de aquellas manos,pisando, cargando, defraudadas en sus ansias de golpear, de aquellas bocas que solo se aullaban asabiendas, de aquel cielo que se ponía a chorrear, estoy harto de encontrarme fuera, cercado, visible. Unseñor removía el perro con la punta de su bastón de junquillo. Era un perro enteramente amanlío, sin dudabastardo, aunque no sé distinguir muy bien entre perros bastardos y de raza. Supongo que se hizo menosdaño al morir que yo al caer. Y además estabarn(.I'rTT.- 5muerto. Lo atravesamos en el sillín de la bicicleta y partimos no sé cómo, supongo que ayudándonos los unosa los otros a sostener el cadáver, a hacer avanzar a la bicicleta, a avanzar nosotros mismos por entre lachocarrera multitud. La casa de Sofia, no, no puedo llamarla así, voy a tratar de llamarla Lousse, simplementeLousse, la casa de Lousse no estaba lejos. Tampoco estaba cerca, llevé la cuenta durante el recorrido.Bueno, no la llevé. Uno cree llevar la cuenta, pero en realidad casi nunca la lleva. Creía haberla llevadoporque sabía que llegábamos, si hubiera debido recorrer una muía más no habría llevado la cuenta hasta unahora más tarde. Asi somos. ¿Tendré que describir la casa? No creo. De momento, lo único que sé es que novoy a hacerlo. Quizá más tarde, según me vaya introduciendo. ¿Y Lousse? Es difícil describirla. De modo queempecemos por enterrar al perro lo más rápidamente posibl~. Ella se encargó de cavar la fosa, al pie de unárbol. No sé por qué será, pero a los perros se les entierra siempre al pie de un árbol. Bueno, es mi teoría.Cavó ella la fosa porque yo, aunque hubiera debido por ser el caballero, no habría podido a causa de mipierna. Mejor dicho, hubiera podido cavaría con un desplantador, pero no con una pala. Porque cuando secava con una pala, siempre hay una pierna que soportar el peso del cuerpo mientras que la otra, tendiéndosey plegándose, hunde la pala en tierra. Ahora bien, mi pierna enferma, no recuerdo cuál, pero poco importapara el caso, no me permitiría desempeñar la segunda función, pues estaba rígida, ni la primera, porque nohabría podido soportar el peso. De modo que solo disponía, por así decirlo, de una pierna, moralmente eraunipiernista y hubiera vivido más ágil y feliz si me la hubieran amputado a altura de la ingle. Y tampoco mehubiera opuesto a que de paso me quitaran algunos testículos. Porque mis testículos, bamboleándose a medio muslo pendientes de un delgado cordón, no me. servían ya de nada, tanto más cuantoque ya no quería que me sirvieran, sino ver desaparecer a esos testigos de cargo y de descargo de mi largaacusacion. Porque me acusaban de haberlos manoseado, y al mismo tiempo se alegraban, desde el fondo desu bolsa reventada, el derecho más bajo que el izquierdo, o al revés, ya no me acuerdo, fenómenos de circo.Y, lo que es más grave, me molestaban para caminar y para sentarme, como si no tuviera ya bastante con mipierna enferma, y cuando montaba en bicicleta iban golpeando con todo. Así que tenía interés en quedesaparecieran y me habría encargado yo mismo de que ocurriera, con un cuchillo o unas tijeras de podar, ano ser por el temor, que me sobrecogía, al dolor físico y las llagas infectadas. Sí, toda mi vida la he pasadobajo el terror de las llagas infectadas, yo que era tan ácido que no me infectaba nunca. Mi vida, mi vida, tanpronto hablo de ella como de algo ya terminado como de una tomadura de pelo que dura todavía, y hago mal,pues ha terminado y dura todavía, pero ¿coir qué tiempo gramatical del verbo podría expresar esta situación?Reloj que el relojero entierra después de volverlo a montar, y cuyos engranajes torcidos hablarán un dia deDios a los gusanos. Pero en el fondo debía sentir cierta debilidad por mis cojones, como otros por suscicatrices o por el álbum de fotos de su abuela. Aunque de todos modos no eran ellos quienes me impedíancavar, sino mi pierna. Así que Lousse cavó la fosa mientras yo sostenía el perro en brazos. Ya estaba frío yrígido, pero aún no hedía. Olía mal, si nos empeñamos, pero como puede oler mal un perro viejo, no como uncadáver. El también había cavado agujeros en vida, quién sabe si en aquel mismo lugar. Lo enterramos talcomo estaba, sin ninguna clase de caja o envoltorio, como a un cartujo, pero con sulazo y su collar. Fue ella quien lo colocó en el agujero, porque yo no puedo inclinarme, ni arrodillarme, acausa de mi dolencia, y si alguna vez, olvidando mi personaje, me inclino o me arrodillo, no os dejéis engañarno seré yo, será otro. Lo único que yo habría podido hacer hubiera sido tirarlo al agujero, cosa que hubierahecho de buena gana. Sin embargo, me abstuve. ¡Qué de cosas haría uno de buena gana, sin entusiasmo,claro está, pero de buena gana, y sin ninguna razón aparente para no hacerlas, y sin embargo no las hace!¿Habrá que poner en duda la libertad humana? Es una cuestión que debe someterse a examen. Pero, ensuma, ¿cuál fue mi contribución a aquel entierro? Fue ella quien cavó la fosa y la volvió a rellenar después dehaber colocado al perro. De modo que yo desempeñaba un papel de mero espectador. Contribuía al acto conmi presencia. Como si hubiera sido mi propio entierro. Y lo era. Era un alerce. Es el único árbol que puedoidentificar con certeza. No deja de ser curioso que eligiera para enterrarle el único árbol que puedo identificarcon certeza. Las hojas aciculadas color verde agua parecen de seda y están salpicadas, creo, de puntitosrojos. El perro tenía garrapatas bajo las orejas, en esas cosas me fijo mucho, y fueron enterradas con él.Cuando Lousse terminó de cavar me pasó la pala y se recogió. Creí que iba a llorar, era un buen momento,pero en cambio se echó a reír. Quizá era su forma de llorar. O a lo mejor me equivocaba yo y lo que hacía erallorar, bajo la apariencia de reír. Nunca me he aclarado muy bien en eso de la risa y el llanto. No volvería aver más a su Teddy, que había amado como a un hijo. Me pregunto por qué, ya que estaba evidentementedecidida a enterrar al perro en su casa, no había hecho venir al veterinario. ¿Iba realmente a casa delveterinario cuando nuestros caminos se cruzaron? ¿O lo había afirmado únicamente con objeto de atenuarmi culpabilidad? Cierto que las visitas a domicilio cuestan más caras. Me hizo pasar al salón y me dio comiday bebida, muy buena por cierto. Pero, desafortunadamente, no me gustaban la buena comida ni la buenabebida. Aunque sí me gustaba emborracharme. Si vivía en la escasez, no saltaba precisamente a la vista. Laescasez la noto en seguida. Viendo lo que me costaba mantenerme de pie, se apresuro a ofrecerme una sillapara mi pierna tiesa. Mientras me iba atendiendo pronunciaba discursos de los que apenas comprendía nada.Me quitó el sombrero con sus propias manos y se alejó con él, para colgarlo en alguna parte, sin duda de unapercha, y pareció asombrarse mucho al ver su impulso detenido por el cordón. Tenía un papagayo, muybonito, de los más preciados colores. Le comprendía mejor. No quiero decir que le comprendiera a él mejorque ella, quiero decir que le comprendía mejor que a ella. Decía de vez en cuando «Puta del coño de lamierda cagada.» Debía de haberlo aprendido de su anterior propietario. Los animales cambian muchas vecesde dueño. No decía gran cosa más. Sí, decía también: «¡Fuck!» Vete saber quién le había enseñado a decir¡fuck! A lo mejor lo había aprendido solo, no me sorprendería. Lousse intentaba enseñarle a decir: «¡PrettyPolly!» Me parece que era demasiado tarde para eso. Escuchaba, con la cabeza ladeada, reflexionaba, yluego decía: «Puta del coño de la mierda cagada.» Hay que reconocer que ponía buena voluntad. A éltambién le enterraría Lousse un día u otro. Probablemente en su jaula. A mí también me hubiera enterrado, sillego a quedarme. Si tuviera su dirección le escribiría, para que me viniera a enterrar. Me dormí. Me despertéen una cama, desvestido. Había llegado durante mi sueño al impudor de limpiarme, a juzgar por el hedor quehabía dejado de despedir. Me dirigí a la puerta. Cerrada con llave. A la ventana. Barrotes. Aún no habíaanochecidodel todo. ¿Qué queda por probar, después de la puerta y la ventana? Tal vez la chimenea. Busqué misvestidos. Encontré un interruptor y lo pulsé. Sin resultado. Vaya, qué situación. Todo ello me dejaba bastanteindiferente. Encontré mis muletas apoyadas en un sillón. Sin duda el lector se extrañará de que yo hubierapodido efectuar sin su ayuda los movimientos anteriormente indicados. Me extraña. Al despertar no siempreme acuerdo de quién soy. Encontré en una silla un orinal blanco con un rollo de papel higiénico en su interior.No olvidaban detalle. Describo aquellos instantes con cierta minuciosidad, porque pienso que me alivia de loque se está avecinando. Acerqué el sillón a una silla, me senté en el sillón, tendí en la silla mi pierna tiesa. Lahabitación estaba llena a rebosar de sillas y sillones, pululaban a mi alrededor en la oscuridad. Tambiénabundaban los veladores, taburetes, cómodas, etc. Extraña impresión de zozobra disipada con el día, queiluminó también la araña de cristal, porque había dejado prendido el contacto. Pasando una mano angustiadapor mi rostro, eché a faltar algunos pelos. Habían afeitado mis restos de barba. ¿Cómo había podido misueño resistir a tantas familiaridades? Y con lo ligero que solía tenerlo. Encontré varias respuestas a talpregunta. Pero no sabía cuál era la acertada. Quizá ninguna. Yo no tengo realmente barba más que en elmentón y el pescuezo. Donde a otros les crecen tan lozanas pelambres a mi no me crece nada. Me habíanrecortado la barba, en resumen. Puede que también me la hubieran teñido, nada probaba lo contrario.Hundido en el sillón, creía estar desnudo, pero me di cuenta de que llevaba un camisón extremadamenteligero. Aunque hubieran entrado para anunciarme que me ejecutaban al amanecer, lo habría encontradonatural. Si seré imbécil. También me parecía que me habían perfumado, quizá con espliego. No distingo muybien los perfumes.Me dije a mí mismo: «Si tu pobre madre pudiera verte.» Me gustan bastante los tópicos. Mi madre me parecíamuy lejana, y sin embargo estaba un poco más cerca de ella que las noches anteriores, si mis cálculos eranexactos. Pero, ¿eran exactos? Si estaba en la ciudad adecuada, había progresado. ¿Pero estaba en laciudad adecuada? Si en cambio estaba en otra ciudad de la cual mi madre se hallaría inevitablementeausente, había perdido terreno en vez de ganarlo. Debí haberme quedado dormido, porque en la ventanabrillaba una enorme Luna. Dos barrotes la dividían en tres partes, la intermedia era constante de tamaño,mientras que poco a poco la derecha iba ganando lo que perdía la izquierda. Porque la Luna iba de izquierdaa derecha o el cuarto iba de derecha a izquierda, o quizá los dos a la vez, las dos de izquierda a derecha,solo que el cuarto más despacio que la Luna, o de derecha a izquierda, solo que la Luna más despacio que elcuarto, si es que en tales condiciones puede hablarse de izquierda y derecha. Parecía indudable que estabanproduciéndose movimientos de gran complejidad, y sin embargo, aparentemente, ¿qué más claro que aquelgran resplandor amarillo que bogaba lentamente detrás de los barrotes y era lentamente absorbido, hasta eleclipse, por la opacidad del muro? Y entonces su lento recorrido se inscribía en las paredes, bajo la forma deuna claridad rayada de arriba abajo que por algunos instantes hicieron estremecer las hojas, si es que eranhojas, y que terminó por desaparecer también, dejándome sumido en la oscuridad. ¡Qué difícil es hablarcomedidamente de la Luna! ¡Es tan estúpida! Debe de ser su culo lo que nos está exhibiendo todo el rato.Como pueden ver, hubo un tiempo en que me interesó la astronomía. No voy a negarlo. Después me ocupóbastante la geología. Luego la antropología me sirvió para cagar una temporadita, junto con las otrasdisciplinas, comola psiquiatría, que se entroncan con ella, se desentroncan y se vuelven a entroncar según los últimosdescubrimientos. Lo que me gustaba en la antropología era su poder de negación, su empeño en definir alhombre, a ejemplo de Dios, en términos de lo que no es. Pero a este respecto yo nunca he tenido más queideas muy confusas, porque conozco poco a los hombres y 110 Sé muy bien qué significa eso de ser. En fin,lo he probado todo. Correspondió por último a la magia el honor de aposentarse en mis escombros, y aúnhoy, cuando me paseo por ellos, encuentro algún vestigio. Pero casi siempre se trata de un lugar sin limite niplano donde incluso los materiales--y no digamos su disposición--me resultan incomprensibles. Y no sé quées lo que está en ruinas ni, por consiguiente, si se trata de ruinas o de la inquebrantable confusión de loeterno, si se dice así. En todo caso, es un lugar sin misterio, la magia lo ha abandonado, al encontrarlo sinmisterio. Y aunque no voy a visitarlo de muy buena gana, quizá voy allí más a gusto que a otra parte,asombrado y tranquilo, iba a decir como en un sueño, pero no es esto, no es esto. Pero no es uno de esoslugares a los que uno va, sino que uno se encuentra en ellos, a veces sin saber cómo, sin ningún placer, y sinpoder marcharse cuando uno quiere, pero quizá con menos molestia que en otros sitios de los que es posiblealejarse a poco que uno se tome el trabajo, parajes misteriosos, poblados con los misterios habituales.Escucho y me oigo dictar un mundo paralizado en el momento de perder el equilibrio, bajo una luz débil ytranquila sin más, suficiente para ver, ustedes comprenderán, y también paralizada. Y oigo murmurar quetodo se dobla y cae, como bajo una pesada carga, pero aquí no hay carga, y también el Sol, poco adecuadopara llevar cargas, y también la luz, hacia un final que narece que no va llegar nunca. Porque ¿qué fin podríantener estas soledades donde nunca hubo verdadera claridad, ni equilibrio, ni simple tierra firme, sinoperpetuamente estos objetos pendientes deslizándose en un derrumbamiento sin fin, bajo un cielo sinrecuerdo de alborada ni esperan-za de atardecer? Digo estos objetos, pero ¿qué objetos, venidos de dónde,formados de qué sustancia? Y parece que aquí nada se mueve, ni se ha movido nunca, ni se moverá nunca,salvo yo, que tampoco me muevo cuando estoy ahí, sin~ que miro y me hago ver. Sí, es un mundo acabado,pese a las apariencias, su fin le dio origen, empezó al acabar, ¿me expreso con bastante claridad? Y yotambién estoy acabado, cuando me encuentro ahí, se me cierran los ojos, cesan mis sufrimientos y termino,doblado como no pueden hacerlo los vivos. Y si hubiera seguido escuchando aquel hálito lejano, callado hacetanto tiempo y que termino por escuchar, hubiera sabido todavía más cosas a este respecto. Pero noescucharé más, de momento, aquel hálito lejano, porque no me gusta, y hasta le temo. Pero no es un sonidocomo los demás, que se escuchan cuando uno quiere y muchas veces pueden hacerse cesar, alejándose otapándose los oídos, sino que es un sonido que empieza de pronto a zumbar en la cabeza de uno, sin sabercómo ni por qué. Es la cabeza quien lo oye, las orejas no tienen nada que ver, y no hay modo de pararlo, separa cuando quiere. No tiene importancia que le preste atención o no, lo estaré oyendo siempre, ni un truenopodría ocultármelo antes de que quiera cesar. Pero no tengo ninguna obligación de hablar de él, ya que no esasunto mío. Y no es asunto mío, de momento. No, de momento mí asunto es terminar aquella historia de laLuna que quedó inacabada, si, ya sé que es este mi asunto. Y aunque lo terminaré peor que si estuviera enplena posesión de mis facultades, de todos modos voy a terminarlo lo mejor que pueda, o al menos eso creo.De modo que esta Luna, pensandoen ella, me llenó súbitamente de estupor, de asombro si lo preferís. Si, pensaba en ella a mi modo, conindiferencia, en cierto sentido volvía a verla mentalmente, cuando un gran terror hizo presa en mí. Y juzgandoque el asunto merecía cuando menos que le echara un vistazo, se lo eché, y no tardé en hacer, entre otros, eldescubrimiento siguiente, solo tomaré en cuenta este, que aquella Luna llena y altiva que acababa de pasarante mi ventana era la misma que había visto la víspera o la antevíspera, la antevíspera, frágil y primeriza,tendida de espaldas, nada, una viruta. Y yo me había dicho, vaya, ha esperado la Luna nueva para lanzarsepor caminos desconocidos que conducen hacia el Sur, y, un poco más tarde, mira, mañana podría ir a ver amamá. Porque, como suele decirse, todo funciona por obra del Espíritu Santo. Y si no mencioné estacircunstancia en su momento, fue porque no todo hay que mencionarlo en su momento, sino más bienescoger entre las cosas que no merecen ser mencionadas y las que todavía lo merecen menos. Porque siquisiéramos mencionarlo todo no acabaríamos nunca, y lo que interesa es esto, acabar, acabar de una vez.Sí, ya sé que aunque me limite solo a mencionar algunas de las circunstancias presentes tampoco voy aacabar nunca, ya lo sé, ya lo sé. Pero siempre es cambiar de mierda. Y aunque todas las mierdas separeciesen (lo que es inexacto), no importaría nada, siempre va bien cambiar de mierda, ir un poco más lejosen la mierda, de vez en cuando, mariposear, en fin, como si fuéramos efimeros. Y aunque a veces nosequivocamos, quiero decir al dar cuenta de circunstancias que hubiera sido preferible callar y omitir otras,justificadamente si se quiere, pero cómo diría, sin razón, justificadamente, pero sin razón, como por ejemploaquella Luna nueva, lo hacemos de buena fe, de la mejor fe. De modo que entre la noche pasada en elmonte, la de los dos ladrones,aquella en que tomé la decisión de ir a ver a mi madre, y la noche presente, podía haber transcurrido mástiempo del que yo suponía, a saber, quince días completos aproximadamente. En tal caso, ¿qué se habíahecho de estos quince días y dónde los había pasado? ¿Y cómo concebir la posibilidad, cualquiera que fuesesu contenido, de incorporarlos al encadenamiento tan riguroso de incidentes que yo acababa de vivir? ¿Noresultaba más interesante suponer, o bien que la Luna que había visto la antevíspera, lejos de ser Lunanueva como yo había creído, estaba entrando en plenilunio, o que la Luna vista desde casa de Lousse, lejosde estar en plenilunio, como me había parecido, entraba apenas en su primera fase, o bien, por último, que setrataba de dos lunas equidistantes de la Luna nueva y del plenilunio y tan parecidas en su curva que a simplevista resultaba difícil distinguirlas, y que todo lo que viniera a contradecir tales hipótesis seria solo humo eilusión? De todos modos, gracias a estas consideraciones llegué a calmarme y a recobrar, ante las travesurasde la Naturaleza, aquella ataraxia que vale lo que vale. Y acudió nuevamente a mi espíritu, mientras me ibavolviendo a vencer el sueño, la idea de que mis noches no tenían Luna y de que la Luna nada tenía que vercon mis noches, de modo que aquella Luna que acababa de ver cruzando a través de la ventana,evocándome otras noches, otras Lunas, nunca la había visto en realidad, me había olvidado de quién era (nome faltaban motivos) y había hablado de mí como hubiera podido hablar de otro, caso de tener absolutanecesidad de hablar de otro. Sí, me ocurre y me volverá a ocurrir olvidarme de quién soy y comportarme antemi mismo al modo de un extraño. Entonces veo el cielo distinto y también la tierra se envuelve en un falsoscolores. Parece un descanso, pero no lo ~luto, me deslizo contento por la luz ajena, laque en otro tiempo hubiera debido ser mía, no voy a negarlo, y luego sobreviene la angustia del regreso, noos voy a decir adónde, no puedo, quizá a la ausencia, siempre hay que volver, no sé nada más, no es buenoestarse allí, tampoco está bien marcharse. Al día siguiente exigí que me devolvieran mis vestidos. El criadofue a informarse. Volvió con la noticia de que los habían quemado. Seguí inspeccionando la habitación.Formaba a simple vista un cubo perfecto. Veía ramas a través del alto ventanal. Se agitaban suavemente,pero no siempre, a veces experimentaban bruscas sacudidas. Observé que la araña de cristal estabaencendida. Dije, mis vestidos, mis muletas. Me había olvidado de que mis muletas estaban ahí mismo,apoyadas en el sillón. El criado volvió a marcharse, dejando la puerta abierta. Más allá de la puerta divisé unventanal, mayor que la puerta, cuyo marco rebasaba en todas direcciones, y opaco. El criado volvió y me dijoque habían enviado mis vestidos a la tintorería, para quitarles el brillo. Traía mis muletas, lo que hubieradebido sorprenderme, pero en cambio me pareció lo más natural del mundo. Tomé una y me puse a golpearcon ella los muebles, pero no muy fuerte, justo lo bastante para hacer que cayeran al suelo sin llegar aromperlos. No había tantos como la noche anterior. La verdad es que más que golpearlos los empujaba, loque hacía era dirigirles estocadas, cosa que no puede llamar-se tampoco empujar, pero que se acerca más aempujar que a golpear. Pero, acordándome de quién era, arrojé mis muletas y me quedé inmóvil en el centrode la habitación, decidido a no suplicar nada más y a no volver a parecer enfurecido. Porque si quería misvestidos, y parecía quererlos, esto no era razón bastante para simular que me enfurecía al rehusármelos. Y,solo otra vez, reanudé mi inspección del cuarto, y cuando ya iba a descubrirlenuevas propiedades, el criado regresó y me dijo que habían mandado a buscar mis vestidos y que dentro depoco los tendría. Pasó acto seguido a poner nuevamente en su sitio los muebles que yo había derribado,aprovechando para quitarles el polvo con un plumero que apareció súbitamente en su mano. Y no tardé enayudarle con mi mejor voluntad, para demostrar que no estaba enfadado con nadie. Y aunque, a causa de mípierna tiesa, no podía servirle de gran ayuda, de todos modos hice lo que pude, es decir, que me ibaapoderando de los muebles según él los iba levantando y, con maniática minuciosidad, procedía a colocarlosde nuevo en posición correcta, retrocediendo con los brazos en alto para apreciar mejor el efecto, yprecípitándome luego para llevar a cabo modificaciones imperceptibles. Y recogía los faldones de mi camisónpara dirigirles con ellos golpes petulantes. Pero tampoco en esta mímica pude mantenerme, y me quedébruscamente inmóvil en el centro de la habitación. Viendo entonces que el criado se disponía a marcharse,avancé un paso hacia él y le dije: «Mí bicicleta.» Y repetí esta frase hásta que pareció comprenderla. No sé aqué raza pertenecía el criado pequeñajo y carente de edad. Seguro que no era de la raza blanca. Quizá eraun oriental, resulta impreciso, un oriental, un hijo de Levante. Llevaba pantalón blanco, camisa blanca ychaleco amarillo, parecía un gamo con botones dorados y sandalias. Es p¿co frecuente en mí advertir contanta claridad qué atuendo llevan las personas, de modo que representa un placer proporcionales a ustedestal ocasión. El fenómeno deberá atribuirse tal vez a que aquella mañana, por así decirlo, todo giraba en tornoa vestidos, en torno a mis vestidos. Y quizá, en resumen, venía a decirme, fijaos en este, tan tranquilo con suropa, mientras que yo estoy flotando en un camisón Ijeno, y probablemente de mujer, porque era rosa ytransparente, adornado con cintas, blondas y encajes. En cambio, la habitación no la veía muy claramente, meparecía cambiada cada vez que reanudaba la inspección, lo cual, en el presente estado de cosas, equivale ano ver muy claramente. Hasta las ramas parecían cambiar de sitio, como dotadas de una velocidad de órbitapropia, y la puerta ya no aparecía en el ventanal opaco, sino que se había desplazado ligeramente hacia laizquierda o hacia la derecha, ya no me acuerdo, hasta encuadrar un lienzo blanco de pared, sobre el que yopodía suscitar débiles sombras mediante determinados movimientos. No negaré que pueda haberexplicaciones naturales para todos estos fenómenos, ya que, al parecer, infinitos son los recursos de laNaturaleza. Era yo quien no me hallaba lo bastante cercano al mundo natural para insertarme con comodidaden este orden de cosas y apreciar sus virtudes. Pero tenía por costumbre ver levantarse el Sol por el Sur y nosaber ya adónde me encaminaba, ni de dónde salía, ni qué llevaba conmigo, tan inconsecuente y arbitrarioera el desarrollo de las cosas. Reconocerán ustedes que ir a ver a la madre de uno en tales condiciones noes precisamente cómodo, menos cómodo que ir a casa de Lousse, sin quererlo, o a la comisaría, o a losdemás lugares que sé que me aguardan. Pero como el criado me había traído mis vestidos, envueltos en unpapel que desplegó en mi presencia, advertí que faltaba mi sombrero, ante lo cual exclamé: «¡Mi sombrero!»Y cuando comprendió lo que quería se largó y volvió poco después con mi sombrero. De modo que ya nofaltaba nada, salvo el cordón para atar el sombrero al ojal, pero esto sí que me parecía imposible hacérselocomprender, de modo que renuncié. Un cordón viejo siempre puede encontrarse, no es eterno como lo sonlas ropas pro~ píamente dichas. En cuanto a la bicicleta, tenía fundadas esperanzas de que me esperaseabajo, en alguna parte, quién sabesi incluso ante la escalinata, dispuesta a llevarme muy lejos de aquellos horribles lugares. Y no acababa dever qué interés podía yo tener en aludir nuevamente a ella, imponiéndonos a mí y al criado esta nuevaprueba, si nos era posible evitarla. Estas consideraciones pasaron con cierta rapidez por mi espíritu. Reviséante el criado los bolsillos~cuatro en total~e mis ropas, y advertí que su contenido no estaba completo. Echéespecialmente en falta la piedra de succionar. Pero, con tal de saber buscarlas, nuestras playas abundan enpiedras aptas para la succión, de modo que juzgué preferible no referirme a este ásunto, sobre todo teniendoen cuenta que a lo más que podría aspirar seria a que al cabo de una hora de discusión regresara del jardíncon una piedra completamente insuccionable. Esta decisión también la tomé ipso facto, por así decirlo. Y encuanto a los demás objetos que habían desaparecido, para qué hablar de ellos, ya que no sabía exactamentede cuáles se trataba. Aparte de que quizá me los habían quitado en la comisaría, sin darme cuenta, o loshabía perdido al caerme o en cualquier otro momento, quizá simplemente por haberlos tirado, porque de vezen cuando tenía un momento de despecho en el que tiraba lejos de mí todas mis pertenencias. Dc modo quemás valía callarse. Sin embargo, me decidí a proclamar en voz alta que me faltaba un cuchillo, un magníficocuchillo, y lo proclamé con tal acierto que conseguí que me dieran un hermoso cuchillo de cocina de losllamados inoxidables, pero rápidamente oxidado por mí, y que además se abría y cerraba, a diferencia detodos los cuchillos de cocina que yo había conocido, y tenía un seguro que no tardó en revelarse incapaz deasegurar cosa alguna, originándome innumerables heridas a lo largo de mis dedos apresados entre el mangode pretendida asta de Irlanda y la hoja roja de herrumbre y tan mellada que más que de heridas se trataba,a decir verdad, de contusiones. Y me detengo a hablar tan extensamente de aquel cuchillo porque creo quetodavía lo conservo en alguna parte, entre mis posesiones, de modo que habiéndome referido extensamentea él ahora, ya no me será preciso hacerlo de nuevo cuando llegue el momento, si algún día llega, deestablecer inventario de mis pertenencias, lo cual supondrá para mí un nuevo alivio, lo noto. Porque esnatural que me extienda menos sobre lo que he perdido que sobre lo que no he podido perder. Y si a vecesparezco no obedecer a este principio, es porque de vez en cuando lo pierdo de vista, como si nunca lohubiera emitido. Es la observación de un demente, ya lo sé. Ya no soy casi consciente de lo que hago, ni porqué, cada vez lo voy comprendiendo menos, esta es la verdad, para qué iba a ocultarla y, ¿a quién?, ¿a ti aquien nada oculto? Y además la acción me llena de tal, no sé, no se puede expresar, para mí, ahora, despuésde tanto tiempo, ustedes se harán cargo, no voy a detenerme para indagar en virtud de qué principio. Ymenos aún teniendo en cuenta que, haga lo que haga, es decir, diga lo que diga, siempre vendrá a ser dealgún modo, de algún modo sí, lo mismo. Y qué le voy a hacer, si no hay principios y yo hablo de principios.En alguna parte los habrá. Y qué le voy a hacer si no es lo mismo comportar-se siempre igual que actuarsiempre según el mismo principio. Y además, ¿cómo saber si actuamos siempre según el mismo principio?¿Y cómo tener ganas de saberlo? No, no vale la pena pararse a pensar en todo esto, y sin embargo uno lohace, inconsciente de los valores. Y, por la misma razón, paso de largo ante lo que vale realmente la pena, oquizá por sentido común, sabiendo que toda esta historia de los valores no se ha hecho para uno, que nosabe bien lo que hace, ni por qué lo hace, y debe continuar ignorándolo bajo pena de, no sé de qué, mepreguntode qué, sí, me lo pregunto. Porque nunca he conseguido formarme la menor idea, lo cual nada tiene deextraño, ya que nunca lo he intentado, de que haya algo peor que lo que yo hago sin saber qué es ni por quélo hago. Porque con lo que me conozco estoy seguro de que en cuanto supiera que hay algo peor meapresuraría a hacerlo. Aunque ya me basta con lo que tengo y lo que soy, y estoy también tranq~ílo sobre mismodestas aspiraciones de porvenir, ya que por el momento no parece que vaya a aburrirme. De modo queentonces me vestí, tras haberme asegurado de que no se había producido ningún cambio en el estado de miropa, es decir, que me puse mí pantalón, mi abrigo, mí sombrero y mis zapatos. Mis zapatos. Me hubieranllegado hasta las pantorrillas de haber tenido yo pantorrillas, y medio se abotonaban, o se habrían abotonadode tener botones, medio se ataban, y creo que todavía tengo los cordones en alguna parte. Luego tomé lasmuletas y salí de la habitación. Todo el día se me había ido en estas nimiedades y ahora se hacía de nuevo laoscuridad. Al bajar por la escalera examiné la ventana que había visto a través de la puerta. Por esta ventanaentraba en la escalera una luz desleída y violenta. Lousse estaba en el jardín, ocupada con la tumba de superro. Sembraba hierba en ella, como sí la hierba no creciese sola. Aprovechaba el fresco del anochecer. Alverme, se dirigió a mí cordialmente y me ofreció comida y bebida. Mientras reponía fuerzas, de pie, busqué mbicicleta con la mirada. Lousse me hablaba. Rápidamente saciado, partí a la búsqueda de mi bicicleta. Lousseme siguió. Terminé por encontrar la bicicleta apoyada en un matorral que la ocultaba a medias. Tiré lasmuletas y tomé la b:~icleta entre las manos, por el sillín y el manillar, con la intención de hacer girar unascuantas veces las ruedas, hacia adelante y hacia atrás, antes de montar en ella y alejarme parasiempre de aquellos lugares malditos. Pero por más empujones y tirones que di, las ruedas se negaban agirar. Se diría que los frenos estaban atascados, pero no era este el caso, porque mí bicicleta no tenía frenos.Y síntiéndome de pronto invadido por una gran fatiga, pese a hallarme en la hora de mi mayor vitalidad, volvía dejar la bicicleta apoyada en el matorral y me tendí en el suelo, sobre el césped, sin preocuparme por elrocío, nunca le temí al rocío. Fue aquel el momento en que Lousse, aprovechando mí desfallecimiento, seacurrucó a mi lado y empezó a hacerme proposiciones, a las que debo confesar que distraídamente prestéatención, ya que no tenía otra cosa que hacer, e incluso no podía hacer otra cosa, y sin duda debía habermepuesto en la cerveza algún producto destinado a molificarme, a molificar a Molloy, de modo que, por asídecirlo, yo no era más que una masa de cera en estado de fusión. Y de aquellas proposiciones, que Lousseenunciaba lentamente, repitiendo cada artículo varias veces, terminé por inducir lo que sigue y que constituyesin duda su esencia. Yo no podía impedir que ella sintiese simpatía hacia mi, ella tampoco. Me quedaría ensu casa como si fuese la mía propia. Tendría comida, bebida, también tabaco si era fumador, todo ellogratuito, y mi vida transcurriría libre de preocupaciones. Vendría a reemplazar en cierto modo al perro que lehabía matado y que le hacía las veces de hijo. La ayudaría en trabajos del jardín o de la casa cuando yoquisiera, si quería. No saldría nuñca a la calle, porque una vez en la calle no sabría cómo volver. Escogería elritmo de vida que me gustara más, levantándome, acostándome y comiendo a las horas que quisiera. Si nome gustaba ir limpio, tener ropa decente, lavarme, etc., nadie me obligaría a ello. La apenaría, pero ¿qué erasu pena al lado de la mía? Todo lo que ella pedía era sentirme en su casa, a su lado y poder contemplarde vez en cuando aquel cuerpo extraordinario, en sus idas, venidas y descansos. Yo la interrumpía de vez encuando, para preguntarle en qué ciudad nos encontrábamos. Pero ya porque no supo comprenderme, yaporque prefirió dejarme en la ignorancia, no daba respuesta a esta pregunta, y proseguía su discurso,insistiendo con infinita paciencia en lo que acababa de decirme, luego lentamente, suavemente, más tardeembarcándose en la exposición de las ventajas que derivarían para mí de fijar mi residencia en su casa ypara ella del hecho de tenerme. Hasta que ya no existió nada más que aquella voz monótona, en la nocheque se iba adensando y el olor de la tierra húmeda y de una flor muy perfumada que de momento no supeidentificar, pero que identifiqué más tarde como la fíor del espliego. Había arriates por todas partes, en aqueljardín, porque a Lousse le gustaba la flor del espliego, debió de decirmelo ella misma porque cómo iba yo aenterarme, le gustaba mucho más que todas las otras hierbas y flores, a causa de su olor, y también a causade sus espigas y de su color. Y si hubiera conservado el sentido del olfato, el olor del espliego me haríapensar aún en Lousse, según el conocido mecanismo de las asociaciones. Y supongo que en cuantomaduraba, Lousse recogía aquel espliego, lo ponía a secar y confeccionaba los saquitos que introducía ensus armarios para perfumar los pañuelos, así como su ropa interior y su restante ropa blanca. Pero, sinembargo, de vez en cuando oía dar las horas en relojes y campana-ríos, cada vez más lentamente, luegomuy breves de pronto, luego otra vez deprisa. Con lo que espero daros una idea del tiempo que dedicó aengatusarme, de su paciencia y de su resistencia física, ya que pasaba todo el rato agachada o arrodillada ami lado, mientras que yo me quedaba tendido tranquilamente en el césped, ya boca arriba, ya boca abajo, yade un lado, ya del otro. Y ella no parabade hablar mientras que yo solo abría la boca para preguntar, de tarde en tarde, y cada vez más débilmente,en qué ciudad nos encontrábamos. Hasta que por fin, segura de haber ganado la partida, o simplementeconsciente de que había hecho cuanto estaba a su alcance y de que insistir más no iba a servirle de nada, selevantó y se fue no sé adónde, porque yo me quedé donde estaba, a mi pesar, aunque no mucho. Porque enmí siempre ha habido, entre otros, dos payasos, el que solo aspira a quedarse donde está y el que imaginaque un poco más lejos se encontraría mejor. De modo que, cualesquiera que fuese mi conducta, siemprehallaba razones que me asistían. Y cedía por turno a cada uno de aquellos tristes compadres para hacerlescomprender su error. Y aquella noche no se trataba de Luna, ni de otra clase de luz, sino que fue una nochede! escucha, dedicada a los imperceptibles rumores y susurros que agitan los jardines de las quintas derecreo durante la noche, formados del tímido coloquio de las hojas y los pétalos y el aire, que circula allí demodo distinto, más concentrado que en otros lugares, y de modo distinto también que durante el día, quepermite vigilancias y estragos, y formados también de algo indefinible, que no es ni el aíre ni lo que mueve.Quizá es aquel rumor lejano, siempre idéntico, que produce la tierra y que los otros ruidos ocultan, pero nopor mucho tiempo. Porque no hablan de aquel ruido que se oye cuando se escucha realmente, cuando todoparece callarse. Y había aún otro ruido, el de mi vida que era poseída por aquel jardín a caballo sobre la tierrade los abismos y de los desiertos. Sí, a veces no solo me olvidaba de quién era, sino de que era, me olvidabade ser. Entonces ya no era aquel receptáculo herméticamente cerrado el que debía haberme conservado tanbien, sino que descendía un tabique y yo me llenaba de raíces y tallos, de rodrigones muertos haciamucho tiempo y a punto de ser quemados, del asueto nocturno y la espera del Sol, y también del chirrido delplaneta, de fuertes espaldas, porque caminaba hacia el invierno, que le liberaría de aquellas cortezasirrisorias. O bien yo era la calma precaria de aquel invierno, las nieves fundiéndose sin cambiar nada y elhorror de volver a comenzar. Pero esto no era frecuente, la mayoría de las veces permanecía dentro de mireceptáculo, que no conocía ni estaciones ni jardines. Y era preferible. Pero allí dentro hay que ir con cuidado,plantearse preguntas, por ejemplo, si existimos aún y, caso de no existir, cuándo dejamos de existir y, casode existir, cuánto tiempo vamos a durar todavía, cualquier cosa ~ue sirva para que no perdamos el hilo delsueño. Yo me planteaba preguntas de muy buena gana, una tras otra, por el simple placer de sucontemplación. No, no de buena gana, sino racional-mente, para creerme aún allí. Y sin embargo seguir allíno me servia de nada. A aquello le llamaba reflexionar. Reflexionaba casi sin interrupción, no me atrevía adetenerme. Quizá debía a esto mi inocencia. Estaba un poco marchíta y como mordisqueada en los bordes,pero estaba contento de tenerla, sí, bastante contento. Muchas gracias, como me dijo una vez un chico al quele recogí una canica del suelo, no sé por qué, no tenía ninguna obligación de hacerlo y probablementehubiera preferido recogerla él mismo. O quizá no fuera necesario recogerla. ¡Y qué esfuerzo me costó, acausa de mi pierna inválida! Aquellas palabras se inscribieron para siempre en mi memoria, sin duda porquelas entendí de buenas a primeras, lo que en mi no es frecuente. No porque fuese duro de oído, porque tengoel oído bastante fino, y percibo quizá mejor que nadie los ruidos sin un sentido determinado. ¿De qué setrataba entonces? Quizá de un fallo del entendimiento, que solo resonaba si era percutido varias veces, o, siseprefiere, que resonaba, pero a un nivel inferior al raciocinio, si es posible concebir tal cosa, y es posibleconcebir tal cosa, puesto que yo la concibo. Sí, las palabras que oía, y las oía bastante bien, porque erabastante fino de oído, las oía la primera vez, e incluso a veces la segunda, y a menudo también la tercera,como puros sonidos, libres de toda significación, y probablemente era esta una de las razones de queconversar me resultara indescriptible-mente penoso. Y las palabras que yo pronunciaba y que casi siempredebían estar en relación con un esfuerzo de la inteligencia, me parecían a menudo el zumbido de un insecto.Lo cual explica que yo fuese poco conversador, me refiero a esta dificultad que tenía no solo paracomprender lo que decían los otros, sino también lo que yo les decía a ellos. Cierto que con un poco depaciencia nos llegábamos a comprender, pero respecto a qué, pregunto yo, y con qué finalidad. Y pienso quetambién reaccionaba a mi modo ante los rumores de la Naturale~a y las acciones humanas, sin deducir deellos lección alguna. Y también mi ojo, el sano, debía de estar mal conectado, porque nombradadificultosamente lo que se reflejaba, a menudo con nitidez, en él. Y aunque no llegaré a decir que veía elmundo al revés (lo cual sería demasiado simple), es cierto que lo veía de un modo exageradamente formal,sin ser por ello en absoluto artista o esteta. Y al tener solo un ojo en buen estado, no distinguía muy bien ladistancia que me separaba del otro mundo, y a menudo alargaba la mano hacia cosas que se hallaban atodas luces fuera de su alcance, y a menudo me golpeaba contra objetos sólidos apenas visibles en elhorizonte. Aunque me parece que ya era así cuando tenía los dos ojos sanos, pero tal vez no, porque esteperiodo de mi vida está lejano y guardo de él un recuerdo muy imperfecto. Y si bien se piensa, mis tentativasrespecto al gusto y al olfato no eran muchomás afortunadas, olía y gustaba sin saber exactamente qué, ni sí era bueno o malo, y raramente dos vecesseguidas lo mismo. Creo que hubiera podido ser un marido excelente, de esos que no se cansan nunca de suesposa y solo la engañan en un momento de distracción. Ahora bien, me resulta imposible decir por qué mequedé una temporada en casa de Lousse. Bueno, podría deciroslo, pensándolo mucho. Pero ¿por qué iba atomarme yo este trabajo? ¿Para dejar sentado de modo irrefutable que me era imposible adoptar otrocomportamiento? Porque fatalmente iría a dar en esto. Siempre me había gustado la imagen de aquel viejoGeulincx, muerto joven, que en la nave de Ulises me dejaba en libertad de ~eslizarme, en el puente, haciaLevante. Es una libertad muy importante para quien no tiene alma de pionero. Y, en la popa, inclinado hacia eoleaje, esclavo tristemente alegre, contemplo la orgullosa e inútil estela. La cual, al no alejarme de ningunapatria, no me lleva hacia ningún naufragio. De modo que pasé una temporada con Lousse. La expresión esimprecisa, una temporada, quizá fueron algunos meses, tal vez un año. Sé que el día de mi partida volvía ahacer calor, pero esto no significaba nada en mí región, donde parecía hacer tiempo cálido, frío osimplemente tibio en cualquier época del año, y los días no discurrían por una suave pendiente, oh, no poruna suave pendiente. Quizá ha cambiado desde entonces. De modo que solo sé que más o menos hacía elmismo tiempo al irme que cuando llegué, en la medida en que yo era capaz de saber qué tiempo hacía. Yllevaba tanto tiempo vagando al aire libre, hiciera el tiempo que hiciera, que distinguía bastante bien untiempo de otro, e incluso mi cuerpo parecía tener sus preferencias. Creo que ocupé varias habitaciones, unadespués de otra, o alternándolas, no sé. En mi cabeza hay diversas ventanas, de eso sí estoy seguro, peroquizá se trata siemprede la misma, diversamente abierta sobre el procesional Universo. La casa no cambiaba nunca de lugar, quizáes esto lo que quiero decir al hablar de diferentes habitaciones. Casa y jardín permanecían inmóviles, graciasa algun secreto mecanismo de compensación, y yo también me quedaba inmóvil (cuando estaba tranquilo,que era casi siempre), y cuando me desplazaba lo hacía con extrema lentitud como en una jaula fuera deltiempo, como se dice doctamente, y también fuera del espacío, por supuesto. Porque para estar fuera del unosin estar fuera de~ otro se necesita ser más vivo que yo, que soy más bien patoso. Pero a lo mejor estoycompletamente equivocado. Y quizá estas diversas ventanas que se abren en mi cabeza, cuando evocoaquel tiempo, existían realmente y quizá siguen existiendo, aunque yo ya no esté allí para verlas, abrirlas ycerrarlas, o para agazaparme al fondo de la estancia y contemplar con asombro los objetos encuadrados ensu marco. Pero no voy a demorarme en este episodio de una brevedad tan irrisoria y de tan poca garra.Porque yo no prestaba ninguna ayuda ni en la casa ni en el jardín y nada sabía de los trabajos que en taleslugares se llevaban a cabo, día y noche, cuyos ruidos distinguía, ruidos sordos y también secos, y ademásmuchas veces el rumor del aire, que me parecía fuertemente agitado, y que quizá era simplemente el rumorde la combustión. Prefería el jardín a la casa, a juzgar por las largas horas que pasaba en él, pues pasaba enél la mayor parte del día y de la noche, con buen o mal tiempo. Había continuamente hombres trabajando sindescanso, ocupados no sé con qué obras. Porque desde luego el jardín no experimentaba ningún cambio, erael mismo día tras día, hecha abstracción de las minúsculas mutaciones debidas al ciclo habitual denacimientos, vidas y muertes. Y en medio de aquellos hombres yo vagaba como una hoja muerta conresortes, o me tendía en elsuelo, y entonces pasaban sobre mí con precaución como si yo fuera un parterre de flores preciosas. Sí, nocabía la menor duda de que su actividad se encaminaba precisamente a preservar al jardín de cualquiercambio. Mi bicicleta había vuelto a desaparecer. A veces me daban ganas de ir a buscarla, para volver a verlay formarme una idea más clara de su estado o para pasearme montado en ella por las alamedas y senderosque unían entre sí las diferentes partes del jardín. Pero en vez de intentar satisfacer este deseo, me quedabacontemplándolo, si se me permite la expresión, contemplando cómo se iba encogiendo y finalmentedesaparecía, como la famosa piel de zapa, solo que más rápídamen~te. Porque parece que hay dos manerasde comportarse en presencia de los deseos, la activa y la contemplativa, y aunque las dos vengan a dar elmismo resultado, mis preferencias, supongo que por una cuestión de temperamento, se inclinabar hacia lasegunda. El jardín estaba rodeado de una alta muralla, con la cresta erizada de cristales en forma de aleta depez. Pero, cosa absolutamente inesperada, un postigo daba libre acceso a la calle, porque no estaba cerradocon llave, tenía de ello una certeza casi absoluta por haberlo abierto y cerrado sin la menor dificultad envarias ocasiones, tanto de día como de noche, y por haberlo visto franquear a otras personas en ambossentidos. Apenas asomaba la nariz al exterior, me apresuraba a retirarla. Permítanseme algunas precisionesmás. Nunca vi mujer alguna en aquel recinto, y por recinto entiendo no solamente el jardín, como sería derigor, sino también la casa. A excepción de Lousse, vi únicamente hombres. Claro que el que yo viera odejara de ver no debe tenerse demasiado en cuenta, pero de todos modos dejo constancia del dato. A Loussela veía poco, era parca en sus apariciones ante mí, quizá por discreción, temerosa de alarmarme. Pero creoque me espiaba muyasiduamente, oculta tras los matorrales, o las cortinas, o agazapada al fondo de una habitación del primerpiso, quién sabe si con unos gemelos de teatro. Porque, ¿acaso no había dicho que ante todo deseabaverme, tanto en reposo como en movimiento? Y para ver bien hace falta un agujero de cerradura, unaabertura entre las hojas, cualquier cosa que a un tiempo impida ser visto y deje únicamente fragmentos delobjeto espiado. ¿O no? Sí, me inspeccionaba, fragmento a fragmento, y sin duda incluso en mi intimidad, alacostarme, mientras dormía, al levantar-me, las mañanas cii que me acostaba. Porque a este respectopermanecía fiel a mi costumbre, que era dormir por la mañana, cuando dormía. Porque a veces no dormía enabsoluto, durante varios días, sin experimentar por ello la menor molestia. Porque en mí, la vela era unaforma de sueñ~~. Y no dormía siempre en el mismo sitio, sino que unas veces dormía en el jardín, que eramuy grande, y otras en la casa, que también era &rande, realmente espaciosa. Y supongo que estaincertidumbre respecto a lugar y hora de mi sueño debía procurar a Lousse mucha satisfacción, y hacerlepasar el tiempo de un modo muy agradable. Pero es inútil insistir sobre este período de mi vida. A fuerza dellamar a esto mi vida terminaré por creérmelo. Es el principio de toda publicidad. Este período de mi vida. Mehace pensar, cuando pienso en él, en el aire contenido en una cañería de agua. Me limitaré, por tanto, aañadir que aquella mujer continuaba envenenándome lentamente, introduciendo no sé qué productos tóxicosya fuese en la comida, ya en la bebida, ya en ambas cosas, o unos días en la comida y otros en la bebida. Séque estoy pronunciando una grave acusación y no lo hago a la ligera. Y lo hago sin resentimiento, sí, la acusosin resentimiento de haber añadido a mis alimentos polvos y líquidos dañinos y sin sabor. Por otra parte,aunquelo hubieran tenido hubiera sido igual, me lo habría tragado todo con la misma confianza. Por ejemplo, elfamoso mal sabor a almendras amargas no me hubiera quitado el apetito. Hablemos un poco de mi apetito,por cierto. ¡Buen tema de conversación! Tenía muy poco, comía como un pajaríllo, pero lo poco que comía loengullía con un frenesí que suele atríbuirse más bien a los grandes glotones, erróneamente, porque losgrandes glotones más bien comen lenta y metódicamente, es algo que deriva del mismo concepto de granglotón. Mientras que yo me precipitaba sobre mí plato único, me tragaba la mitad o la cuarta parte en dosbocados dignos de un pez de presa, quiero decir sin masticar (¿con qué hubiera podido masticar?), y luego loarrojaba asqueado lejos de mí. ¡Sí hasta se diría que comía para vivir! Del mismo modo me echaba al coletocinco o seis cañas de cerveza una tras otra, y luego pasaba una semana sin beber. Qué le voy a hacer, cadauno es como es, al menos en parte. Poco o nada puede remediarse. En cuanto a los productos que Lousseintroducía del modo descrito en mis sistemas, no sabría decir si se trataba de estimulantes o de depresivos. Adecir verdad, desde el punto de vista de la cenestesia, se entiende, yo me sentía más o menos comosiempre, es decir-¡atención!, voy a ser franco-tan lleno de temor que terminaba por perder en cierto modo lasensibilidad, para no decir el conocimiento, y flotaba en las simas de un embotamiento misericordioso,atravesado por breves y abominables relámpagos, como tengo el honor de decíros. ¿Qué podían contrasemejante equilibrio los miserables brebajes de la Lousse, administrados probablemente en dosisinfinitesimales para prolongar el placer? No, no llegaré a afirmar que ¿arecieran totalmente de eficacia.Porque de vez en cuando yo, que no saltaba nunca, me sorprendía dando un saltíto en el aire, de dos o trespies por lo menos. Parecía un fenómenode levitación. Y también me ocurria (lo que es menos sorprendente) que al caminar, o incluso apoyado enalgún soporte, me derrumbaba de golpe, como una marioneta al soltarse los hilos que la sostienen, y mequedaba un buen rato tirado en tierra, literalmente deshuesado. Aun-que, como digo, esto me parecia menosraro, habituado como estaba a tales abatimientos, si bien con la diferencia de que los sentía avecinarse y mepreparaba, como el epiléptico que advierte la proximidad de una crisis. Quiero decir que, sabiendo que iba acaerme, me tendia, o, de pie, me afirmaba con tal habilidad que solo un terremoto hubiera podido movermede sitio, y esperaba. Pero no siempre tomaba tales precauciones, a veces prefería la caída a la pejiguera detener que tumbarme o afirmarme sobre mis pies. En cambio, mis caídas en casa de Lousse no había manerade evitarías. De todos modos me sorprendían menos, tenían más que ver con mis resortes, que los saltitos.Porque no recuerdo haber saltado ni de niño, con estar muy poco calificado para referirme a aquella época, nisiquiera a impulsos de la ira o el dolor. Creo que tomaba mis comidas donde, cuando y como me parecíamejor. Nunca tenía que reclamarías. Me las llevaban en una bandeja al lugar donde me encontrase. Aún veola bandeja, puedo volver a verla casi a mi voluntad, era redonda, con un pequeño borde para que las cosasno se cayeran, y cubierta de laca roja, agrietada en algunos puntos. También era pequeña, como conviene auna bandeja destinada a contener solamente un plato y un pedazo de pan. Porque lo poco que comía me loembutía en la boca con las dos manos, y las botellas, que vaciaba bebiendo a chorro, me las llevaban en uncesto aparte. Pero aquel cesto no me produjo ninguna impresión, ni buena ni mala, y no sabría decir cómoera. Y a menudo, tras haberme alejado por una u otra razón del lugar adonde me habían llevadoaquellas provisiones, cuando me venían ganas de consumirlas no las sabía encontrar. Entonces me ponía abuscar por todas partes, muchas veces con éxito, porque conocía bastante bien los lugares susceptibles dehaberme albergado, pero también muchas veces en vano. O bien renunciaba a buscar, prefiriendo pasarhambre y sed a tomarme la molestia de buscar sin saber de antemano qué iba a encontrar, o la molestia dereclamar otra cesta y otra bandeja, o las mismas, en mi nuevo habitáculo. Entonces echaba de menos mipiedra de succión. Y cuando hablo de preferir, por ejemplo, o de echar de menos, no debe suponerse queoptase por el mal menor y lo adoptara, porque seria apreciación errónea. Per~ al no saber exactamente quéhacia o evitaba, 10 hacía o evitaba sin sospechar que un día, mucho más tarde, me vería en la obligación devolver sobre todos aquellos actos y omisiones, diluidos y embellecidos por la lejanía, para arrastrarlos a lapolución eudemonista. Pero tengo que decir que, más o menos, en casa de Lousse mi salud permanecíaestable. Es decir, que lo que tenía descompuesto se me iba descomponiendo poco a poco cada vez más,como era de esperar. Pero no surgió ningún nuevo foco de sufrimiento o de infección, aparte naturalmente delos creados por la extensión de las plétoras y deficiencias ya existentes. A decir verdad, es difícil formular aeste respecto ninguna afirmación libre de incertidumbres. Porque los desarreglos venideros, como porejemplo la caída de los dedos de mi pie izquierdo, no, me equivocaba, de mi pie derecho, ¿quién puede saberen qué momento exacto depositaron en mi, cuán a mi pesar, sus gérmenes funestos? Todo lo que puedodecir, por consiguiente, y procuraré no decir más, es que durante mi estancia en casa de Lousse no sedeclaró nada, en el campo patológico, particularmente alarmante o inesperado, nada que no hubiera podidoprever si hubiera podido, nada comparablecon la súbita pérdida de la mitad de los dedos de mis pies. Porque esta es una cosa que nunca hubierapodido prever y cuyo sentido se me ha escapado siempre, me refiero a su relación con mis restantesmolestias, debido probablemente a mis deficientes nociones de medicina. Pues siento que unas cosassostienen a otras en la vasta locura del cuerpo. Pero no vale la pena de que extienda más el relato de esteperíodo de mi existencia, porque no me parece que tenga significación alguna. Ampollas y pústulas es todo loque encuentro por más hondo que hurgue. Me limitaré, pues, a añadir las observaciones siguientes, laprimera de las cuales es que Lousse era una mujer extremadamente lisa, hasta tal punto que aún esta nocheme pregunto, en el silencio, tan relativo, de mi última morada si no sería más bien un hombre o al menos unandrógino. ¿Tenía el rostro ligeramente velludo o soy yo quien lo imagina para facilitar el relato? A la pobre lahe visto tan poco y la he mirado menos aún. Y el timbre de su voz, ¿no era dudosamente grave? Así larecuerdo ahora. Molly, deja de atormentarte, ¿qué importancia tiene que fuera un hombre o una mujer? Perono puedo dejar de formularme la pregunta siguiente: ¿Una mujer hubiera podido cortar el impulso que medirigía hacia mi madre? Sin duda. Mejor dicho, ¿era posible un encuentro semejante, quiero decir, entre unamujer y yo? Sí, me he rozado con algunos hombres, pero, ¿y las mujeres? Bueno, no voy a seguirocultándolo, sí, rocé a una mujer. No me refiero a mi madre, a ella hice más que rozarla. Aparte de que másvale dejar a mi madre fuera de todo este asunto, si ustedes me lo permiten. No, me refiero a otra, que hubierapodido ser mi madre, y creo que hasta mi abuela, si el azar no hubiera dispuesto otra cosa. Mira, ahora el tíohabla del azar. Aquella mujer me hizo conocer el amor. Creo que respondía al apacible nombre de Ruth,pero no puedo certificarlo. A lo mejor se llamaba Edith. Tenía un agujero entre las piernas, no el agujero detonel que siempre había imaginado, sino una hendidura, y yo introducía, mejor dicho, ella se introducía millamado miembro viril, no sin dificultad, y empujaba y jadeaba hasta eyacular o renunciar a ello o ser invitadoa desistir. Una idiotez de juego, creo yo, y además fatigoso a la larga. Pero me prestaba a él de bastantebuen talante, sabiendo que aquello era el amor, porque ella me lo había dicho. Se inclinaba por encima deldiván, a causa de su reumatismo, y yo le daba por detrás. Era la única posición que podía soportar, a causade su lumbago. A mí me parecía natural, porque se lo había visto hacer a los perros, y quedé sorprendidocuando me confió que podía hacerse de otro modo. Me pregunto qué quería decir exactamente. Quizá a finde cuentas me introducía en su recto. Como ustedes podrán suponer, me daba exactamente igual. Pero en elrecto ¿puede hablarse de verdadero amor? Esto es lo que me inquieta. ¿Y si después de todo no hubieraconocido nunca el amor? Era también una mujer extremadamente lisa y avanzaba a pasitos rígidos, apoyadaen un bastón de ébano. Quién sabe si también ella era un hombre, otro más en la lista. Pero si lo era, ¿nohubieran entrechocado nuestros testículos con tanto meneo? Quizá ella se sujetaba los suyos con la mano,para evitar que esto ocurriese. Vestía faldas amplias y tumultuosas y otras prendas interiores que no sabríanombrar. El conjunto se encrespaba en un oleaje de frufrú, para, establecida la ligazón, abatirse sobrenosotros en lentas cascadas. De modo que yo no veía nada más que aquella nuca amarillenta y tirante apunto de romperse, que mordisqueaba de vez en cuando, tal es el poder del instinto. Nos conocimos en unsolar que reconocería entre mil, a pesar de lo mucho que se parecen los solares. No sé qué había ido a hacerallí. Yo removía suavemente los detritos, probablemente diciéndome, porque a esa edad aún debía tenerideas generales: «He aquí mi vida.» Ella no tenía tiempo que perder, yo no tenía nada que perder, con tal deconocer el amor lo habría hecho con una cabra. Tenía un apartamento muy mono, no, no es esta la palabra,era un apartamento que le daba a uno ganas de encontrar su sitio y no moverse ya de él. Me gustaba. Estaballeno de pequeños muebles7 bajo nuestro impulso desesperado el diván avanzaba sobre sus ruedecitas ytodo caja a nuestro alrededor, era el pandemónium. Nuestras relaciones no carecían de ternura, ella mecortaba con mano temblorosa las uñas de los pies y yo le frotaba las nalgas con un bálsamo aromático.Nuestro idilio fue breve. Pobre Edíth, quizá yo apresuré el desenlace. En fin, fue ella quien tomó la iniciativa,en el solar, pasándome la mano por la bragueta. Para mayor precisión, yo estaba inclinado sobre un montónde basuras, esperando encontrar en ellas algo que me asqueara hasta hacerme perder el apetito, y ella,acercándose-me por detrás, pasó el bastón entre mis piernas y se dedicó a halagarme las partes. Después decada sesión me daba dinero, cuando yo habría aceptado graciosamente conocer el amor y profundizar en él.No era una mujer con mucho sentido práctico. Creo que yo hubiera prcferido un orificio menos seco y menosamplio, me hubiera dado una idea más elevada del amor. En fin... Realmente, resulta mucho más cómodohacerlo entre el pulgar y el índice. Pero sin duda el amor no tiene en cuenta tales contingencias. Y quizá elverdadero amor no nace y alza el vuelo muy por encima de las viles minucias cuando uno se encuentracómodo, sino cuando el miembro enloquecido busca una pared en la que apoyarse y la unción de un poco demucosa, y al no encontrarlo no se bate en retirada, y conserva su tumefacción. Y con unos toques demasajistay pedicura, sin ninguna relación con el éxtasis propiamente dicho, entonces realmente tengo la impresión deque ya no cabe la menor duda al respecto. Lo único que me molesta es la indiferencia con que recibí l~noticia de su muerte, una noche que me arrastraba hacia su casa, indiferencia amortiguada, ciertamente, porel dolor de ver cortada una fuente de ingresos. Murió mientras tomaba un baño tibio, como tenía porcostumbre antes de recibirme. Era para relajarse. ¡Cuando pienso que habría podido esperar a encontrarseentre mis brazos! La bañera se volcó y el agua sucia llegó a inundar el piso de la vecina de abajo, que dio laalarma. Vaya, no creía conocer tan bien esa historia. De todos modos debía tratarse de una mujer, de no serasí se sabría en el barrio. Cierto que la mía era una región muy cerrada en todo lo referente a las cuestionessexuales. No sé si ahora será distinto. Es muy posible que el hecho de haber encontrado a un hombre en vezde una mujer fuera inmediatamente rechazado y olvidado, por los pocos a quienes cupiera la desgracia desaberlo. Como es también posible que todo el mundo, menos yo, estuviera al corriente del asunto y locomentara. Pero hay algo que me inquieta cada vez que me interrogo a este respecto, y es el problema desaber si toda mi vida ha transcurrido sin amor o si lo conocí con Ruth. Sí, puedo dar fe de que nunca intentérepetir la experiencia, sin duda por tener la intuición de que había sido perfecta y única en su género,completa e inimitable, y que importaba conservar su recuerdo, limpio de toda imitación barata, en lo másprofundo de mi corazón, libre de recurrir de vez en cuando a los pretendidos buenos oficios del llamado placersolitario. Y no me vengáis con la chacha, hice mal en mencionarla, era mucho tiempo antes, yo estabaenfermo, quizá nunca hubo chacha en mi vida. Molloy, o la vida sin chacha. Todo lo cual viene a indicar queel hechoB~CK~TJ. 6de haber encontrado a Lousse e incluso, en cierto sentido, haberla frecuentado, no probaba nada en cuanto asu sexo. Y prefiero continuar creyendo que era una mujer de edad avanzada, viuda y reseca, y que Ruthtambién lo era, porque también hablaba de su difunto marido y de la imposibilidad en que se hallaba desatisfacer sus justas iras. Y hay días, como esta noche, en que ambas se confunden en mi memoria, y mesiento tentado a ver en ellas un mismo vejestorio, aplastado y enfurecido por la vida. Y, que Dios me perdone,por revelaros el secreto de mi angustia, la imagen de mi madre viene a veces a unirse a las suyas, lo que esliteralmente insoportable, como para creerse en plena crucifixión, no sé por qué, ni me interesa saberlo. Perofinalmente dejé a Lousse, en una noche cálida, sin un soplo de aire, sin decirle adiós, lo que sin embargo nohubiera tenido en sí la menor importancia, y sin que ella intentara retenerme por otros medios que,indudablemente, sortilegios. Pero sin duda me vio partir, ponerme en pie, tomar mis muletas y lanzarme porlos aires sobre mi punto de apoyo. Y debió ver el postigo cerrándose a mis espaldas, porque se cerraba solo,gracias a un resorte automático, y, en fin, debió saber que me marchaba. Porque ella sabía cómo mecomportaba cuando iba al postigo y me limitaba a asomar la nariz al exterior para meterla otra vez dentro unsegundo más tarde. Y no intentó retenerme, sino que probablemente fue a sentarse junto a la tumba de superro, que en cierto sentido era también la mía, y en la que dicho sea de paso no había sembrado hierba,como creí, sino toda suerte de florecillas multicolores y plantas herbáceas, seleccionadas de tal modo, meimagino, que cuando unas se apagaban, otras se encendian. Le dejé mi bicicleta, por la que ya no sentía elafecto de antes, pues se me había hecho sospechosa de ser el agente maléfico y quién sabe si la causade mis males recientes. De todos modos, me la habría llevado, de saber dónde estaba y que se hallaba enestado de funcionar. Pero ignoraba tales cosas. Y si me ocupaba de averiguarías, temía dejar de oír lavocecita que me decía: «Esfúmate, Molloy, toma tus maletas y esfúmate», y que tanto habia tardado encomprender, porque hacía mucho tiempo que la oía. Y a lo mejor la comprendía al revés, pero la comprendía,en eso residía la novedad. Y me parecía también que esta partida no era necesariamente definitiva y quealgún día podía conducirme de nuevo, por vericuetos complicados e informes, a su hogar. Y quizá aún no hellegado al final de mi trayecto. Hacía viento en la calle, era otro mundo. Ignorando dónde estaba y por tantoqué dirección me convenía, tomé la del viento. Y cuando, bien suspendido entre mis muletas, me lanzabahacia adelante, sentí que me ayudaba aquel vientecillo que venía soplando desde no sabia qué barrio. Y delas estrellas no me habléis, las distingo a duras penas y no sé interpretarlas, pese a mis estudios deastronomía. Me guarecí en el primer sitio que encontré y permanecí en él hasta el amanecer, porque sabíaque el primer policía que pasara no dejaría de cerrarme el paso y preguntarme qué hacía allí, pregunta a laque nunca hubiera sabido dar la respuesta adecuada. Pero no debía ser un lugar realmente adecuado paraguarecerse, y no me quedé hasta el amanecer, porque poco después de mí llegó otro hombre y me expulsó.Y eso que había sitio para los dos. Creo que era una especie de vigilante nocturno, sin duda un hombre,debía ser el sereno de no sé qué obras de excavación. Recuerdo un brasero. El fondo del aire, como se dice,debía ser fresco. Por consiguiente, seguí hasta más lejos y me instalé en los peldaños de una escalera, enuna casa humilde, puesto que no tenía puerta o la puerta no se cerraba, lo ignoro. Mucho antes delamanecer, aquella humilde morada empezó a vaciarse. Empezaron a bajar personas por la escalera. Yo me pegué a la pared. No se fijaron en mí,nadie me hizo daño. Yo también terminé por salir, cuando lo juzgué prudente, y vagué por la ciudad, en buscade algún monumento conocido que me permitiera decir: «Bueno, estoy en mi ciudad, he estado aqui todo eltiempo.» La ciudad despertaba, había animación en los portales, los rumores alcanzaban ya un respetablevolumen. Pero apuntando hacia un pasaje estrecho entre dos altos inmuebles miré a uno y otro lado y medeslicé en su interior. Solo daban al pasaje algunas pequeñas veutanas a cada lado, una por piso. Estabandispuestas frente a frente de modo simétrico. Supongo que serian las ventanas de los retretes. De todosmodos, de cuando en cuando hay algunas cosas que se imponen al entendimiento con la fuerza de axiomas,sin que sepamos la razón. El pasaje no tenía salida, de modo que no era un verdadero pasaje, sino uncallejón sin salida. Al fondo había dos nichos, no, no es la palabra, cubiertos de diversos detritos yexcrementos, de perrp y de hombre:los primeros, secos e inodoros; los otros, húmedos todavía. Ah, estos papeles que ya nadie leerá, que quizánadie ha leído nunca. Supongo que por la noche allí se hacía el amor y se intercambiaban juramentos. Entréen uno de los rincones, tampoco se dice así, y me apoyé en la pared. Hubiera preferido tenderme y nada meinducía a creer que no lo haría. Pero de momento me conformaba con apoyarme en la pared, los pies lejos dela pared, en una posición resbaladiza, pero tenía otros puntos de apoyo, los extremos de mis muletas. Peroalgunos minutos más tarde crucé el callejón sin salida para dirigirme a la otra capilla, esa es la palabra, dondeme parecía que iba a encontrarme mejor, y me coloqué en la misma actitud de hipotenusa. Y en efecto, alprincipio me pareció que me encontraba un poquito mejor. Pero poco después adquirí la certeza de que no era así. Caía una fina lluvia y me quité el sombrero para refrescar con ella mi cráneorugoso y agrietado y ardiente, ardiente. Me lo quité también porque se me hi¡ndía en la nuca a causa de lapresión del muro. Tenía, pues, dos excelentes razones para quitármelo, y no eran demasiadas, una solajamás hubiera bastado para decidirme. Lo arroié lejos de mí despreocupadamente y, generoso. volvió haciamí, al extremo de su lazo o cordón, y después de algunas sacudidas se inmovilizó en mi costado. Entoncesme puse a reflexionar, es decir, a escuchar con más atención. No había muchas posibilidades de que dieranconmigo en aquel lugar, estaba tranquilo por lo menos durante el tiempo en que pudiera soportar latranquilidad. Por un instante consideré la posibilidad de instalarme allí, de convertir aquel sitio en mi alberguey refugio, por un instante. Me saqué del bolsillo el cuchillo de cocina y me dediqué a abrirme con él las venasde la niuñeca. Pero el dolor no tardó en vencerme. Primero grité, luego me detuve, cerré el cuchillo y volví aguardármelo. Mí decepción no fue grande, en el fondo no contaba con otro resultado. Eso es todo. Siempreme ha entristecido reincidir, pero la vida está hecha de reincidencias, al parecer, y la misma suerte debe seruna especie de reincidencia, no me sorprendería lo más mínimo. ¿He 4icho ya que había cesado el viento?La caída de una lluvia fina descarta de algún modo toda idea de viento. Tengo unas rodillas enormes, acabode verlas al levantarme un momento. Mis dos piernas están rígidas como la justicia y sin embargo me pongoen píe de vez en cuando. Qué queréis. Así de vez en cuando os recordaré mí existencia actual, de la que solouna pobre idea puede dar lo que os cuento. Pero solo muy de tarde en tarde, para que el lector puedadecirse, cuando llegue el caso: «¿Es posible que viva aún?» Obien:«Se trata de un diario íntimo, pronto seinterrumpírá.» Que tenga enormes rodillas, que de vez en cuando me ponga en pie, son hechos cuya significación noparece a primera vista muy clara. Razón de más para dejar constancia de ellos. De modo que, una vez fueradel callejón sin salida, donde entre tendido y de pie acababa quizá de descabezar un sueñecito, pues era mihora de dormir, me dirigí, agarraos, hacia el Sol, a falta de otra cosa, pues no había viento. O, mejor dicho,hacia la zona menos sombría del cielo, que una vasta nube cubría desde el cenit hasta el horizonte. Nube dela que caía la lluvia a que hice alusión. ¿Veis cómo todo se relaciona? Y en cuanto a decidir qué parte delcielo era la menos sombria, no resultaba desde luego cosa fácil. Porque a primera vista el cielo parecíauniformemente sombrío. Pero fijándome un poco, porque en la vida me fijaba un poco de vez en cuando,llegué a un resultado, es decir, que tomé una decisión al respecto. Lo cual me permitió reanudar mi camino,diciéndome: «Me dirijo hacia el Sol, es decir, en principio hacia el Este, o tal vez el Sudeste, puesto que ya noestoy en casa de Lousse, sino 6tra vez en plena armonía preestablecida, que emite una música tan dulce,que es una música tan dulce para quien sabe oírla.» Los transeúntes iban y venían casi siempre a un pasoirritado y precipitado, quién al abrigo de su paraguas, quién bajo la protección quizá menos eficaz delimpermeable. Y también veía algunos que habían buscado refugio bajo árboles o bóvedas. Y entre los que,más valerosos o menos frágiles, iban y venían, y entre los que se habían detenido para remojarse menos,abundaban los que se decían: «Haría mejor comportándome como ellos», entendiendo por ellos la categoríade la que no formaban parte, o al menos eso supongo. Como debía de haber también muchos que sefelicitaban por su destreza, increpando al mal tiempo que les obligaba a recurrir a ella. Pero al advertir a unjoven anciano de aspecto miserable, que tiritaba solitario bajo una marquesina recordé de pronto el proyectoque había concebido el día de mi encuentro con Lousse y con su perro y que dicho encuentro me habíaimpedido llevar a cabo. Me coloqué, por tanto, junto al anciano, adoptando, o al menos eso esperaba, el airede quien se dice: «Este es un tipo listo, voy a imitarle.» Pero antes de que hubiese tenido tiempo de dirigirle lapalabra, lo cual yo deseaba que se produjera de un modo natural y por tanto no inmediatamente, echó aandar bajo la lluvia y se alejó. Porque se trataba de una palabra susceptible, por su contenido, si no deofender, sí al menos de asombrar. Y por esta razón era importante colocarla en el momento adecuado y conun tono muy preciso. Me excuso por daros tantos detalles, pero veréis cómo en seguida iremos más aprisa,mucho más aprisa. Sin que ello prejuzque la posibilidad de una recaída en pasajes meticulosos y malolientes.Pero también ellos, a su vez, darán origen a vastos frescos, esbozados con visible repugnancia. Al homo,mensura. De modo que aquí me tenéis solo bajo la marquesina. No esperaba que nadie se me colocara allado, y sin embargo tampoco excluía esta posibilidad. Esta es una buena caricatura de mi estado de ánimo enaquel momento. Total, que me quedé donde estaba. Me había llevado de casa de Lousse algunos cubiertosde plata, oh, no muchos, principalmente cucharillas de café macizas, y otros pequeños objetos cuya utilidaddesconocía, pero que parecían de valor. Entre ellos había uno en el que todavía ahora pienso con frecuencia.Consiste en dos X unidas, en la intersección, por una barra, y parecía una minúscula cabrilla de leñador,aunque con una diferencia, que las X de la auténtica cabrilla no son X perfectas, sino truncadas por arriba,mientras que las X del pequeño objeto a que me refiero eran perfectas, es decir, compuestacada una de ellas de dos V idénticas, la superior abierta por arriba, como todas las V por supuesto, y lainferior abierta por abajo, o, para ser más exacto, de cuatro V exactamente iguales, las dos que acabo denombrar y otras dos más, una a derecha y otra a izquierda, abiertas por la derecha y la izquierda,respectivamente. Pero quizá está fuera de lugar en tal ocasión hablar de derecha e izquierda, de inferior y desuperior. Porque aquel pequeño objeto no parecía tener base propiamente hablando, sino que se sosteníacon igual estabilidad sobre cualquiera de sus cuatro bases sin que su aspecto sufriera el menor cambio, loque no ocurre con la verdadera cabrilla. Creo que todavía conservo en alguna parte aquel extrañoinstrumento, que nunca me he decidido a vender, ni siquiera en mis momentos de más extremada necesidad,porque me era imposible comprender para qué podía servir, ni siquiera esbozar una hipótesis al respecto. Yde vez en cuando me lo sacaba del bolsillo y lo contemplaba, con una mirada de asombro y no diré de afecto,porque de eso yo no soy capaz. Pero durante algún tiempo me inspiró, creo, una especie de veneración, yaque tenía por cierto que no era un talismán, sino que tenía una función muy específica que me seria siemprevelada. De modo que podía interrogarle sin fin y sin peligro. Porque no saber nada no es nada, no querersaber nada tampoco, pero lo que es no poder saber nada, saber que no se puede saber nada, este es elestado de la perfecta paz en el alma del negligente pesquisidor. Entonces da comienzo la verdadera división,veintidós entre siete, por ejemplo, y los cuadernos se llenan por fin de auténticos números. Aunque nadaquisiera afirmar a este respecto. Lo que en cambio me parece innegable es que, vencido por la evidencia, omás bien por una probabilidad muy fuerte, salí de debajo de la marquesina y me puse a avanzarbalanceándome lentamente por los aires. El modo de andarapoyándose en unas muletas tiene, o debiera tener, algo de exaltante. Porque es como una sucesión depequeños vuelos a ras de tierra. Se despega, se aterriza entre la muchedumbre de los sin muletas que no seatreven a levantar un pie del suelo antes de haber afirmado el otro. Y hasta la más jubilosa de sus carreras esmenos veloz que mi andar renqueante. Pero estoy metiendo razonamientos basados en el análisis. Y aunquela preocupación por mi madre y el deseo de saber si me hallaba cerca de ella estuvieron en todo momentopresentes en mi espíritu, comenzaban a estarlo menos, tal vez a causa de los cubiertos de plata que llevabaen el bolsillo, aunque no creo que fuera por eso, y también porque eran preocupaciones ya viejas y el espírituno puede estar dándole vueltas siempre a las mismas preocupaciones, sino que tiene necesidad de cambiarde preocupaciones de vez en cuando, para volver a las de antes con renovado vigor en el momentorequerido. ¿Pero estamos en situación de hablar de preocupaciones nuevas y viejas? Lo dudo. Aunque mesería difícil probarlo. Lo que puedo afirmar, sin temor de, sin temor, es que me iba siendo indiferente a ojosvistas saber en qué ciudad me encontraba y si iba a dar pronto con mi madre para despachar el asunto quenos concernía. E incluso la naturaleza de este asunto perdía para mí consistencia, sin por ello disiparseenteramente. Porque no era un asunto de poco más o menos, y me preocupaba. Toda mi vida me habíapreocupado, creo yo. Sí, en la medida en que podía preocuparme por algo durante toda una vida como lamía, siempre me había preocupado despachar este asunto entre mi madre y yo, aunque nunca había podidohacerlo. Y mientras me decía que el tiempo apremiaba y que pronto seria demasiado tarde, que quizá erademasiado tarde ya para proceder al arreglo en cuestión, yo me iba sintiendo derivar hacia otraspreocupaciones y espectros. Y muchomás que saber en qué ciudad me hallaba, deseaba urgentemente en aquel momento salir de ella, aunquefuese la ciudad en que mi madre había esperado tanto y seguía quzá esperando. Y me parecía quecaminando en línea recta iba a salir necesariamente. De modo que me dediqué a esta ocupación, con toda miciencia, teniendo en cuenta el desplazamiento hacia la derecha de la débil claridad que me guiaba. Y meafané tanto y tan bien que en efecto llegué a las murallas, al caer la noche, después de haber descrito sinduda un cuarto de círculo por lo menos, a causa de no saber navegar. Pero hay que decir también que no mehabía escatimado las paradas, claro, para descansar un poco, aunque eran paradas de corta duración,porque, infundadamente sin duda, me sentía hostigado. Pero en el campo, en los primeros tiempos, hay otrajusticia, otros justicieros. Y una vez traspuestas las murallas debí reconocer que el cielo se despejaba antesde envolverse en el nuevo sudario de la noche. Sí, el nubarrón se deshilachaba, dejando aparecer aquí y alláun cielo pálido y moribundo. Y el Sol, sin ser exactamente. visible como disco, se manifestaba en chispasamarillas y rosáceas, lanzándose hacia el cenit, cayendo, volviendo a precipitarse, cada vez más débiles ymás claras, y destinadas a extinguirse apenas encendidas. Si puedo fiarme del recuerdo de misobservaciones, se trataba de un fenómeno característico de mi región. Tal vez hoy ya no sea así. Aunque noacabo de ver cómo puedo hablar de las características propias de mi región, pues nunca salí de ella. No,nunca me evadí, e incluso ignoraba los límites de mi región. Pero me parecían bastante lejanos. Pero estacreencia no estaba basada en ningún fundamento serio, era simplemente una creencia. Porque silos límitesde nuestra región estuvieran al alcance de mis pasos, creo que una especie de degradación me lo habríahecho presentir. Porque las regionesno terminan de golpe, que yo sepa, sino que se funden insensiblemente unas~ con otras. Y nunca advertínada parecido a esto. Sino que, por más lejos que haya ido, en un sentido o en otro, he encontrado siempreel mismo cielo y la misma tierra, exactamente, día tras día y noche tras noche. Por otra parte, si las regionesse funden insensiblemente unas con otras, lo que está por demostrar, es posible que muchas veces hayasalido de mi región creyendo seguir en ella. Pero prefería atenerme a mi simple creencia, la que me decía:«Molloy, tu región es muy extensa, nunca has salido de ella y nunca saldrás. Y vayas por donde vayas, entresus limites remotos, siempre estarás precisamente en el mismo lugar.» Lo que induciría a creer que misdesplazamientos no debían nada a los parajes que dejaban atrás, sino que se debían a otra cosa, a la ruedaoculta que me llevaba, por imperceptibles sacudidas, de la fatiga al reposo, e inversamente, por ejemplo. Peroahora he dejado de vagar, y ni siquiera me muevo, y sin embargo nada ha cambiado. Y los confines de mihabitación, de mi cama, de mi cuerpo, están tan lejos de mí como los de mi región en mi época de esplendor.Y el ciclo de huidas y descansos continúa, dando tumbos, en un Egipto sin límites, sin hijo y sin madre. Ycuando miro mis manos sobre las sábanas, que se complacen en estrujar, estas manos ya no son mías, sonmenos mías que nunca, no tengo brazos, es una pareja, juegan con las sábanas, quizá se trata de juegos deamor, quién sabe si una mano va en busca de la otra. Pero no dura mucho, poco a poco las devuelvo alreposo. Y con los pies me ocurre lo mismo, algunas veces, cuando los veo al pie de la cama: uno, con dedos,y el otro, sin ellos. Lo cual merece una más detenida exposición. Porque mis piernas, que vienen areemplazar a los brazos del ejemplo anterior, están rígidas actualmente ambas y poseen una gransensibilidad, y nodebiera poder olvidarlas como puedo olvidar mis brazos, que, por así decirlo, están intactos. Y sin embargolas olvido y contemplo la pareja amorosa que se observa, lejos de mí. Pero a mis pies, cuando vuelven a sermis pies, no los llevo hacia mí, porque no puedo, sino que se quedan ahí, lejos, aunque menos lejos queantes. Fin de la llamada al presente. Pero cualquiera diría que una vez bien salido de la ciudad, al volvermepara examinarla en parte, hubiera debido darme cuenta de si era o no mi ciudad. Nada de eso, la contempléen vano, y creo que sin interrogarme en modo alguno acerca de ella, únicamente para conjurar al destinovolviéndome. Quizá ni siquiera la miraba de verdad, quizá simplemente fingía mirarla. No echaba de menos mi bicicleta, en absoluto. No me repugnaba en exceso avanzar como he dicho,destripando terrones en la oscuridad, a través de los desiertos caminos rurales. Y me decía que era pocoprobable que me molestaran, que en todo caso sería yo quien molestaría a los que pudieran verme. Por lamañana hay que esconder-se. La gente se despierta, llena de renovadas energías, sedienta de orden, bellezay justicia, y exigiendo la contrapartida. Sí, la hora peligrosa es entre las ocho o nueve y las doce del mediodía.Pero hacia el mediodía todo cede, los más implacables están saciados, vuelven a su casa, no ha sidoperfecto, pero se ha trabajado bien; han escapado algunos, pero no son peligrosos; cada uno hace inventariode las piezas cobradas. Puede volverse al trabajo a primeras horas de la tarde, después del banquete, lascelebraciones, los parabienes, las alocuciones, pero no es nada comparado con la mañana, ya no haydeporte. Evidentemente hacia las cuatro o las cinco está el equipo nocturno, la ronda de noche, que inicia suactividad. Pero el día ya empieza a declinar, las sombras van alargándose, se multiplican las paredes, loshombres avanzan pegados a las paredes,juiciosamente inclinados, dispuestos a la obsequiosidad, sin nada que esconder, escondiéndose solo pormiedo, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, escondiéndose, pero no hasta el punto de despertar las iras,dispuestos a mostrarse, a sonreír, a escuchar, a arrastrarse, nauseabundos sin llegar a pestilentes, másparecidos a un sapo que a una rata. Luego viene la verdadera noche, también peligrosa, pero favorable aquienes la conocen, a quienes saben abrirse a ella como la flor a la luz solar, a quienes son ellos mismosnoche, día y noche. No, tampoco es que la noche sea gran cosa, pero comparada con el día está muy bien, ydesde luego comparada con la mañana está indiscutiblemente muy bien. Porque la depuración que seprosigue en ella está e~ su mayor parte a cargo de técnicos. El grueso de la población prefiere dormir, a finde cuentas, y dejar el asunto a los especialistas. Se batalla durante el día, ya que el sueño es sagrado, ysobre todo por la mañana, entre el desayuno y el almuerzo. De modo que mi primera preocupación, despuésde andar algunas millas en la desierta alborada, fue buscarme un sitio para dormir, ya que el sueño tambiénes una protección, por paradójico que ello pueda parecer. Porque el sueño, si bien excita el instinto decaptura, parece apaciguar el de la ejecución inmediata y sangrienta, cualquier cazador os lo puede confirmar.Para la fiera que se desplaza o que acecha, agazapada en su guarida, no hay piedad, mientras que quien essorprendido durmiendo tiene la posibilidad de beneficiarse de otros sentimientos, que hacen bajar el cañón yenvainar el cris. Porque en el fondo todo cazador no es más que un débil y un sentimental, con reservas deternura y compasión siempre dispuestas a desbordar. Y al dulce sueño que da el cansancio o el terror debenmuchas alimañas merecedoras de exterminio que les sea dado esperar el fin de sus días en un jardínzoológico, donde tan a menudoestalla la inocente alegria de los niños y, los domingos y festivos, la más razonada de los adultos. En lo que ami respecta, siempre he preferido la esclavitud a la muerte, o mejor dicho, a la ejecución. Porque la muerte esuna condición de la que nunca he podido formarme una representación satisfactoria y que, por tanto, nopuede figurar legítimamente en el balance de los males y los bienes. Mientras que sobre la ejecución poseíanociones que me inspiraban confianza, con razón o sin ella, y a las cuales me parecía lícito referirme, endeterminadas circunstancias. Oh, no eran nociones como las vuestras, eran nociones como las mias, todasenvueltas en sobresaltos, sudores y temblores, sin un átomo de sentido común y sangre fría. Pero mebastaba con ellas. Pero para haceros entrever hasta dónde llegaba la confusión de mis ideas respecto a lamuerte, os confesaré francamente que no excluía la posibilidad de que fuese todavía peor que la vida, entanto que condición. Me parecía, pues, normal no echarme en sus brazos, y, cuando me descuidaba hasta elpunto de iniciar un movimiento en tal sentido, detenerme a tiempo. Esta es mi única excusa. De modo que mede~hcé, probablemente en un agujero cualquiera, y esperé allí, a medias dormido, a medias suspirando,gimiendo y riendo, o pasándome las manos por el cuerpo para ver si se había producido algún cambio, a quese calmara el frenesí matinal. Luego reanudaba mi avance en espiral. Y en cuanto a decir en qué paré yadónde iba, en los meses o años que siguieron, no tengo la menor intención de hacerlo. Porque ya empiezo acansarme de estas invenciones y me reclaman otras. Pero a fin de emborronar todavía algunas páginas más,diré que pasé algún tiempo a la orilla del mar, sin incidente digno de mención. Hay personas a las que el marno les va muy bien, que prefieren la llanura o la montaña. Personalmente, no me encuentro peor en el marque encualquier otro sitio. Oran parte de mi vida se ha desplegado ante esta temblorosa inmensidad, bajo el rumordel oleaje y las garras del reflujo. Qué digo ante el mar, al nivel del mar, tumbado en la arena o en una gruta.En la arena estaba en mi elemento. La hacía correr entre los dedos, cavaba en ella agujeros que llenaba enseguida, o que se llenaban en seguida, la arrojaba por el aire a manos llenas, me revolcaba en ella. Y en lagruta, iluminada de noche por el resplandor de los fanales, sabía arreglármelas para no encontrarme másincómodo que en otra parte. Y el hecho de que la tierra no llegara más lejos, al menos por un lado, no medisgustaba. Y me resultaba agradable sentir que había al menos una dirección que no podía tomar sinmojarme primero y ahogarme después. Porque siempre me he dicho: «Aprende primero a caminar y luegotomarás lecciones de natación.» Pero no vayáis a creer por eso que mi región terminaba en el litoral, sería ungrave error. Porque también formaban parte de mi región aquel mar y sus arrecifes e islas lejanas y susocultos abismos. Y también yo me había paseado por aquel mar, en una especie de esquife sin remos,aunque luego me había confeccionado una pagaya. Y a veces me pregunto si llegué a regresar de tal paseo.Porque si bien vuelvo a verme entrando en el mar, y bogando largamente sobre las olas, no veo el retorno, ladanza sobre los rompientes, ni oigo chirriar sobre la playa el frágil casco de la nave. Aproveché aquellaestancia para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros, pero las llamo piedras. Sí, aquella vezadquirí una importante reserva. Las distribuí equitativamente entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando porturno. Lo cual planteaba un problema que al principio resolví del modo siguiente. Yo tenía, pongo por caso,dieciséis piedras, cuatro en cada uno de mis cuatro bolsillos (los dos de mi pantalón y los dos de mi abrigo).Tomandouna piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, y poniéndome-la en la boca, la reemplazaba en el bolsilloderecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra delbolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi abrigo, quereemplazaba por la piedra que tenía en la boca en cuanto terminaba la succión. De modo que siempre habíacuatro piedras en cada uno de mis cuatro bolsillos, aunque no exactamente las mismas piedras. Y cuando mevolvían las ganas de chupar, hundía la mano nuevamente en el bolsillo derecho de mi abrigo, con lacertidumbre de que no iba a salirme la misma piedra de antes. Y, mientras la iba succionando, volvía a poneren orden las otras piedras, como acabo de explicar. Y así sucesivamente. Pero solo a medias me satisfacíaesta solución. Pues no se me ocultaba que, por una ~xtraordinaria casualidad, podían estar circulandosiempre las mismas cuatro piedras. En cuyo caso, lejos de estar succionando las dieciséis piedras por turno,en realidad estaría succionando solo cuatro, siempre las mismas, por turno. Pero tenía buen cuidado deremoverías en mis bolsillos, antes de darles el chupeteo, y durante el mismo, antes de proceder a lostraslados, con la esperanza de generalizar la circulación de las piedras de un bolsillo a otro. Pero era un malmenor, al cual no podía resignarse por mucho tiempo un hombre como yo. De modo que me puse a buscarotra solución. Y empecé por preguntarme si no haría mejor transportando las piedras de cuatro en cuatro, yno de una en una, es decir, que mientras chupaba podía tomar las tres piedras que quedaban en el bolsilloderecho de mi abrigo y colocar en su lugar las cuatro del bolsillo derecho de mi pantalón, y en lugar de estas,las cuatro del bolsillo izquierdo de mi pantalón, y en lugar de estas. las cuatro del bolsillo izquierdo de miabrigo, y, por último, en lugar de estas, las tres del bolsillo derechode mi abrigo y, en cuanto terminara de succionaría, la que tenía en la boca. Si, al principio me parecía que deeste modo obtendría mejores resultados. Pero me vi forzado a cambiar de opinión, en cuanto reflexioné, parareconocer que la circulación de las piedras en grupos de cuatro venía a ser lo mismo que su circulación porunidades. Porque si bien tenía la seguridad de encontrar cada vez en el bolsillo de mi abrigo cuatro piedrastotalmente distintas de las que las habían precedido inmediatamente, no por ello dejaba de subsistir laposibilidad de que fuera a dar siempre con la misma piedra, en cada grupo de cuatro, y que, por consiguiente,en lugar de succionar las dieciséis por turno, como era mi deseo, no succionara realmente más que cuatro,siempre las mismas, por turno. Debía indagar, pues, en cuestiones distintas del procedimiento de circulación.Porque siempre t~opezaba con el mismo azar, cualquiera que fuese el modo de hacer circular las piedras queadoptase. Era evidente que aumentando el número de mis bolsillos aumentaba en igual proporción misposibilidades de sacar provecho de mis piedras según mis deseos, es decir, una tras otra hasta el final. Porejemplo, caso de haber tenido ocho bolsillos en vez de cuatro, ni siquiera el azar más malévolo hubierapodido impedir que de mis dieciséis piedras succionara al menos ocho por turno. Para decirlo todo de unavez, hubiera necesitado dieciséis bolsillos para estar totalmente tranquilo. Y durante mucho tiempo me detuveen tal conclusión de que a menos que tuviera dieciséis bolsillos, cada uno con su piedra, nunca alcanzaría elobjetivo que me había propuesto, salvo que concurriera algún azar extraordinario. Y si bien era concebibleque doblara el número de mis bolsillos, aunque fuera dividiendo cada bolsillo en dos mediante algunosimperdibles por ejemplo, cuadruplicarlos me parecía que superaba el límite de mis posibilidades. Y no queríatomar-[Continuación...]MENÚ PRINCIPAL > BIOGRAFÍAS > BECKETT, SAMUEL > OBRAS > MolloyMolloyParte 1 Parte 2 Parte 3 Parte 4 Parte 5me ninguna molestia solo para conseguir una solución intermedia. Porque empezaba a perder el sentido deljusto medio, desde que empecé a luchar con aquel problema, y me decía: «Todo o nada.» Y solo por uninstante consideré la posibilidad de establecer una proporción más equitativa entre mis piedras y misbolsillos, reduciendo aquellas al número de estos. Lo cual hubiera sido tanto como declararme vencido. Ysentado en la playa, ante el mar, dispuestas ante mis ojos las dieciséis piedras, las contemplaba con ira yperplejidad. Porque tan dificilmente me sentaba en una silla o una butaca, a causa de mi pierna rígida segúnpodéis comprender, como fácil me resultaba sentarme en el suelo a causa de mi pierna rígida y de la que ibacamino de serlo, porque en aquella época mi pierna sana, sana en el sentido de que no estaba tiesa,empezó a ponerse rígida. Necesitaba un apoyo bajo las corvas, y, en realidad, bajo toda la pierna, el apoyode la tierra. Y mientras me quedaba de este modo contemplando mis piedras, rumiando martingalas cadavez más defectuosas, y oprimiendo puñados de arena, de modo que la arena se deslizába entre mis dedos yvolvía a caer sobre la playa, sí, mientras mantenia así en tensión el espíritu y parte del cuerpo, de pronto undía se me ocurrió la idea luminosa de que quizá podría alcanzar mis objetivos sin aumentar el número de misbolsillos ni reducir el de mis piedras, mediante el simple expediente de sacrificar el principio del arrumaje. Mellevó algún tiempo penetrar el significado de esta proposición, que se puso de pronto a cantar dentro de mi,como un versículo de Isaías o Jeremías. Especialmente la palabra arrumaje me resultó oscura decomprensión durante mucho tiempo, porque no la conocía. Pero a fin de cuentas creí adivinar que la palabraarrumaje no podía significar otra cosa, otra cosa mejor que el reparto de las dieciséis piedras en cuatrogrupos de cuatro, uno encada bolsillo, y que lo que había falseado todos mis cálculos hasta el presente y convertido el problema eninsoluble era el rechazo de plantearme un reparto distinto. Y a partir de tal interpretación, fuera o noacertada, pude llegar finalmente a una solución, poco elegante, sin duda, pero sólida, sólida. Ahora bien,estoy completamente dispuesto a creer, e incluso lo creo firmemente, que existían, que incluso tal vez siguenexistiendo otras soluciones para este problema, tan sólidas como la que voy a intentar describiros, pero máselegantes. Y creo también que con un poco más de constancia y de resistencia yo mismo hubiera podido darcon ellas. Pero estaba cansado, cansado, y cobardemente me contenté con la primera solución real queencontré para el problema. Y he aquí, en todo su horror, mi solución, ahorrándoos la recapitulación de lasansiosas etapas que tuve que atravesar antes de desembocar en ella. Bastaba simplemente con(¡simplemente con!) colocar por ejemplo, para empezar, seis piedras en el bolsillo derecho de mi abrigo(pues este es siempre el primer bolsillo del que saco una piedra), cinco en el bolsillo derecho de mi pantalón,y otras cinco en el bolsillo izquierdo de mi pantalón, así salían las cuentas, cinco por dos, diez, y seis,dieciséis, y ninguna piedra, porque ya no quedaba ninguna, en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, que por elmomento permanecía vacío, vacío de piedras se entiende, porque conservaba su contenido habitual, asícomo otros objetos de paso. Porque ¿dónde creíais que guardaba mi cuchillo de cocina, mis cubiertos deplata, mi bocina y todo lo demás que aún no he mencionado y que quizá no mencionaré jamás? Vale. Ahorapuedo iniciar mi succión. Míradme bien. Saco una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, la chupo, la dejode chupar, la guardo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, el vacío (de piedras). Saco una segunda piedradel bolsillo derecho de mi abrigo, la chupo, la guardo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo. Y asísucesivamente hasta que el bolsillo derecho de mi abrigo queda vacio (aparte de su contenido habitual ypasajero) y las seis piedras que acabo de chupar, una tras otra, han pasado íntegramente al bolsilloizquierdo de mi abrigo. Entonces me paro, me concentro, no vaya a cometer un disparate, y traslado albolsillo derecho de mi abrigo, que se ha quedado sin piedras, las cinco piedras del bolsillo derecho de mipantalón, que reemplazo por las cinco piedras del bolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazo por lasseis piedras del bolsillo izquierdo de mi abrigo. De modo que una vez más se queda sin piedras el bolsilloizquierdo de mi abrigo, mientras que el bolsillo derecho de mi abrigo rebosa nuevamente de ellas, y en elbuen sentido, es decir, de piedras diferentes de las que acabo de chupar y que me pongo a chupar ahora,una tras otra, y a trasladar sucesivamente al bolsillo izquierdo de mi abrigo, con la certidumbre, hasta dondees posible tenerla en este orden de ideas, de que estoy chupando piedras distintas de las anteriores. Ycuando el bolsillo derecho de mi abrigo queda nuevamente vacio (de piedras) y las cinco que acabo dechupar se encuentran todas sin excepción en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, procedo a la mismaredistribución de antes, o a una redistribución análoga, es decir, que traslado al bolsillo derecho de mi abrigo,otra vez disponible, las cinco piedras del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazo por las seis piedrasdel bolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazo por las cinco piedras del bolsillo izquierdo de mi abrigo.Con lo cual estoy en situación de volver a empezar. ¿Debo proseguir? No, porque está claro que al final dela próxima serie de succiones y traslados la situación inicial se habrá restablecido, es decir, que volveré atener las seis primeras piedras enel bolsillo inicial, las cinco siguientes en el bolsillo derecho de mi viejo pantalón y, en fin, las cinco últimas enel bolsillo izquierdo de la misma prenda de vestir, de modo que mis dieciséis piedras habrán sidosuccionadas una primera vez en sucesión impecable, sin que una sola de ellas haya sido succionada dosveces, sin que una sola se haya quedado sin ser succionada. Cierto que al volver a empezar no podíaalbergar muchas esperanzas de chupar mis piedras en el mismo orden que la primera vez y que la primera,séptima y duodécima del primer ciclo, pongo por caso, podían muy bien ser la sexta, undécima ydecimosexta, respectivamente, del segundo, para ponernos en el peor de los casos. Pero se trataba de uninconveniente que no podía evitar. Y si en los ciclos tomados en su conjunto debía reinar una confusióninexplicable, al menos en el interior de cada ciclo podía estar tranquilo, bueno, todo lo tranquilo que se puedeestar en esta clase de actividad. Porque para que todos los ciclos fueran iguales, en lo que respecta a lasucción de las piedras en mi boca (¡y Dios sabe si tenía interés en ello!) hubiera necesitado o bien dieciséisbolsillos o bien tener numeradas las piedras. Y antes que fabricarme doce bolsillos más o numerar laspiedras, prefería contentarme con la tan relativa tranquilidad de que gozaba en el interior de cada cicloaisladamente considerado. Porque no bastaría con numerar las piedras, sino que hubiera sido necesario,cada vez que me ponía una en la boca, recordar qué número tocaba y buscarla en mis bolsillos. Lo cual mehubiera quitado el sabor de chupar en muy breve tiempo. Porque nunca hubiera estado seguro de noequivocarme, a menos que llevara una especie de registro, donde hubiera apuntado mis piedras a medidaque las chupaba. Cosa de la que me creía incapaz. No, la única solución perfecta hubiera sido tener losdieciséis bolsillos, simétricamente dispuestos, ca,da uno con supiedra. Entonces no hubiera necesitado ni números ni reflexión, sino únicamente, mientras chupasedeterminada pie-dra, hacer avanzar a las quince restantes, un bolsillo cada una, trabajo bastante delicado síqueréis, pero que entraba en el límite de mis posibilidades, y meter la mano en el mismo bolsillo cada vezque me vinieran ganas de chupar. Así habría podido estar tranquilo, no solo en el interior de cada cicloaisladamente considerado, sino también respecto al conjunto de los ciclos, aunque se multiplicaran hasta elinfinito. Pero de todos modos estaba muy contento de haber encontrado mi propia solución, por imperfectaque fuese, sin ayuda de nadie. Y si bien era menos sólida de lo que creí al principio, en el entusiasmo inicialde mi descubrimiento, su inelegancia continuaba siendo absoluta. Y, en mi opinión, era inelegante sobre todoporque el reparto desigual de las piedras me resultaba fisicamente penoso. Cierto que se establecía un ciertoequilibrio en un momento dado, al inicio de cada ciclo, a saber, entre la tercera y la cuarta chupada, pero noduraba mucho. Y el resto del tiempo sentía que el peso de las piedras me tironeaba, ya a derecha, ya aizquierda. De modo que al renunciar al arrumaje renunciaba a algo más que a un principio, renunciaba a unanecesidad fisica. Aunque creo que también era una necesidad fisica chupar las piedras como he expuesto,es decir, no de cualquier manera, sino de acuerdo con un método. De modo que se trataba delenfrentamiento irreconciliable de dos necesidades fisicas. Cosas que pasan. Pero en el fondo no meimportaba lo más mínimo sentirme en desequilibrio perpetuo, tironeado a derecha, a izquierda, haciaadelante y hacia atrás, como también me daba exactamente igual chupar cada vez una piedra diferente osiempre la misma por los siglos de los siglos. Porque todas tenían el mismo sabor. Y había recogidodieciséis, no para cargar con ellas de este o aquelmodo, o para chuparlas por turno, sino simplemente para disponer de una pequeña provisión de reserva.Aunque de todos modos me importara mucho quedarme sin ninguna, no por eso me encontraría peor, o entodo caso la diferencia seria mínima. Y finalmente adopté la solución de tirar todas mis piedras, salvo una,que guardaba a veces en un bolsillo, a veces en otro, y que por supuesto no tardé en perder, o tirar, oregalar, o tragarme. Era una región costera bastante abrupta. No recuerdo que me deparara ningún seriopercance. ¿Quién iba a querer hacerle daño a lo que yo era: un punto negro en la pálida inmensidad de laarena? Acercarse, sí, para ver de qué se trataba, si era o no un objeto de valor, proveniente de un naufragioy devuelto por la tempestad. Pero al ver que el objeto vivía, correcta aunque humildemente vestido, se levolvía la espalda. En los primeros tiempos, mi visión excitaba a algunas ancianas, y también a algunasjóvenes, os lo aseguro, que habían venido a recoger leña. Pero siempre eran las mismas y por más que mecambié de sitio acabaron todas por saber quién era y guardar las lógicas distancias. Creo que un día una deaquellas mujeres, separándose de sus compañeras, vino a ofrecerme comida y la miré sin decir palabrahasta que se retiró. Si, me parece que por aquella época se produjo algún incidente de esta clase. Aunquepuede que me esté confundiendo con alguna estancia anterior, porque esta será la última, bueno, lapenúltima, porque nunca hay última, a la orilla del mar. Sea como fuere veo a una mujer que se me vaacercando y de vez en cuando se vuelve para mirar a sus compañeras. Apretujadas como un rebaño lamiran alejarse, animándola con el ademán y sin duda riendo, porque me parece oír risas a lo lejos. Despuésla veo de espaldas, regresa, y ahora se vuelve de vez en cuando, aunque sin detenerse, para mirarme. Peropuede que confunda en una sola dos ocasiones y dos mujeres, una que se me acerca tímidamente, seguida por los gritos y risas de sus compañeras, yotra que se aleja, caminando a paso más bien rápido. Porque generalmente veía venir de lejos a laspersonas que se me acercaban, es una de las ventajas de las playas. Las veía como puntos negros en lalejanía, podía vigilar sus evoluciones diciéndome: <(Se achica» o «Se agranda.» Sí, era de hecho imposibleser sorprendido, porque a menudo me volvía también hacia la tierra firme. Y os diré una cosa, ¡veía mejor ala orilla del mar! Sí, explorando en todos los sentidos aquellas extensiones por decirlo así sin objeto, sinvertical, mi ojo sano funcionaba mejor e incluso el malo tenía días en que funcionaba bien. Y no solamenteveía mejor, sino que me resultaba menos díficil dar un nombre a las cuatro cosas que veía. He aqui algunasde las ventajas y desventajas de la orilla del mar. O tal vez era yo quien cambiaba, ¿por qué no? Y por lamañana, en mi gruta, e incluso a veces por la noche, cuando soplaba el temporal, me sentía bastante bienguarecido de los seres y elementos. Aunque también allí debía pagar un precio. Incluso encajonado en unagruta hay que pagar un precio. Y lo pagamos de buena gana durante algún tiempo, pero no es posibleseguirlo pagando siempre. Porque no se puede comprar siempre lo mismo con la pequeña renta vitalicia deque disponemos. Y por desgracia hay más necesidades que la de irse pudriendo tranquilamente, no, no es lapalabra, naturalmente me refiero a mi madre, cuya imagen, durante algún tiempo latente, volvía ahora ainquietarme. De modo que regresé tierra adentro, porque mi ciudad no está precisamente a la orilla del mar,por más que se haya podido decir al respecto. Y para llegar a ella debía internarme tierra adentro, o almenos no conocía otro camino. Pero entre el mar y mi ciudad se extendía una especie de pantano que, porlo menos hasta dondellegan mis recuerdos, y a veces se sumergen a gran profundidad en el pasado inmediato, estaban siempreintentando sanear por medio de canales, o transformar en una vasta obra portuaria, o dotar de ciudadesobreras sobre pilones, en fin, hacerlo explotable de un modo u otro. Y al mismo tiempo se hubiera acabadocon el escándalo que constituía, a las puertas de la gran ciudad, un pantano pestilente y humeante, dondesucumbían cada año un número incalculable de vidas humanas, por ahora desconozco las estadísticas ysupongo que seguiré desconociéndolas, este aspecto de la cuestión me deja del todo indiferente. Y nuncame pasará por la cabeza negar que desde luego se dio inicio a las obras y que incluso algunas hanperdurado hasta nuestros días pese al desaliento, a los fracasos, a la lenta exterminación del personal y a lainercia de los poderes públicos. Pero de reconocer esto a afirmar que el mar bañaba los pies de mi ciudadmedia un abismo. Y, por mi parte, nunca me prestaré a semejante perversión (de la verdad) a menos que meobliguen o me resulte necesario que las cosas sean así. Y este pantano lo conocía un poco, porque en élhabía arriesgado con precaución mi vida en varias ocasiones, en un período de mi vida más rico en ilusionesque el que estoy reconstruyendo, es decir, más rico en determinada clase de ilusiones, más pobre en otras.De modo que no había medio de abordar mi ciudad directamente por vía marítima, sino que era precisodesembarcar al Norte o al Sur y lanzarse a los caminos, os hacéis cargo, porque las vías férreas estabanaún en situación de proyecto, os hacéis cargo. Y entonces mi avance, siempre lento y penoso, lo era todavíamás, a causa de mi pierna corta y tiesa, que creía desde mucho tiempo atrás más allá de los límites de larigidez, pero ya os podéis ir a la mierda, porque se me ponía más rígida que nunca, lo cual hubiera creídoimposible, y al mismotiempo se hacía cada día más corta, pero sobre todo a causa de la otra pierna, que también iba adquiriendo,¡con lo ligera que había sido!, progresiva y rápida rigidez, aunque por desgracia todavía no empezaba aacortarse. Porque cuando las dos piernas se acortan al mismo tiempo y con la misma cadencia, no es nadaterrible, en absoluto. Pero cuando solo se acorta una, mientras la otra permanece estacionaria, el asuntoempieza a resultar inquietante. Bueno, no es exactamente que me inquietase, simplemente me fastidiaba.Porque ya no sabia en qué pie apoyarme para mis acrobacias. Intentemos dilucidar un poco este dilema.Seguidme con atención, la pierna ya rígida me dolía, esto se da por supuesto, y normalmente la otra meservía de pivote o sostén. Pero resulta que esta última, quizá a causa de su progresiva rigidez, que nodejaba de provocar algunos trastornos en nervios y tendones, comenzaba a dolerme todavía más que laotra. Qué historia, con tal de que no me caiga de morros en ella. Porque haceos cargo, al primer dolor ya mehabía acostumbrado de algún modo, sí, de algún modo. Pero al nuevo, aunque fuese exactamente de lamisma familia, todavía no habia tenido tiempo de adaptarme. Tampoco debemos olvidar que con una piernamala y otra más o menos buena podía mantener inactiva aquella, reduciendo al mínimo sus sufrimientos, esdecir al máximo, sirviéndome exclusivamente de esta, gracias a mis muletas. Pero ya ni es~ recurso mequedaba. Porque ya no tenía una pierna sana y otra enferma, sino que las dos estaban enfermas. Y, en misentir, la que estaba peor era la que hasta entonces había estado sana, bueno, relativamente sana, y a cuyaalteración aún no me había acostumbrado. De modo que en un sentido, si queréis, seguía teniendo unapierna s~na y una enferma, o mejor dicho una menos enferma, solo que ahora la menos enferma no era lamisma que antes. Ahora tendíaa apoyarme, andando con mis muletas, sobre la que llevaba más tiempo enferma. Porque si bien eraextraordinariamente sensible, de todos modos lo era menos que la otra, o quizá lo era igual, si os empeñáis,pero no producía este efecto por datar de más tiempo. ¡Pero no podía! ¿Qué cosa? Apoyarme en ella.Porque se iba acortando, no lo olvidemos, mientras que la otra, aunque se iba poniendo rígida, no seacortaba todavía, o lo hacía con tanto retraso respecto a su compañera que era como si, como si, me heperdido, da igual. Si por lo menos hubiera podido doblarla en la rodilla, o incluso en la cadera, haciéndola asíartificialmente tan corta como la otra, el tiempo necesario para aterrizar sobre la que era corta de verdad,antes de tomar nuevo impulso. ¡Pero no podía! ¿Qué cosa? Doblarla. ¿Cómo iba a poder doblarla, si estabarígida? De modo que tenía que cargar todo el trabajo sobre la misma pierna de siempre; aunque, al menosen el plano de las sensaciones, se hubiera convertido en la más enferma de las dos y la más necesitada dealivio. Cierto que algunas veces, cuando tenía la suerte de topar con un camino lo suficientemente combado,o aprovechando algún foso no demasiado profundo o cualquier otro desnivel adecuado para este fin, me lasarreglaba para dar a mi pierna corta un añadido temporal y hacerla trabajar en lugar de la otra. Pero llevabatanto tiempo sin trabajar que ya no sabía cómo hacerlo. Y yo creo que un montón de platos me hubieraservido de apoyo más seguro que esta pierna que tan bien me había sostenido en mi período larvario.Además intervenía en aquello, quiero decir, cuando explotaba así los accidentes del terreno, otro elementode desequilibrio, me refiero a mis muletas, una de las cuales debería haber sido corta y la otra larga paramantenerme en línea vertical. ¿O no? No sé. Por lo demás solía recorrer senderos de bosque, resultacomprensible, donde las divergenciasde nivel, si bien no dejaban de producirse, eran demasiado confusas y seguían trazados demasiado erráticospara poder resultarme útiles. Pero en el fondo, ¿era tan grande la diferencia, en cuanto al dolor, entre que mipierna trabajara o descansara? No creo. Porque mi pierna que no hacía nada, sufría un dolor constante ymonótono. Mientras que la que se obligaba al aumento de dolor representado por el trabajo conocía ladisminución de dolor representado por la momentánea suspensión del trabajo. Pero soy humano, a fin decuentas, y mi avance se resentía de aquel estado de cosas, y se transformaba, con perdón, de lento ypenoso, como siempre había sido, dijera yo lo que dijera, en un verdadero calvario, sin estaciones niesperanza de crucifixión, lo afirmo sin falsa modestia, y sin Cirineo, y me obligaba a frecuentes paradas. Sí,mi avance me obligaba a detenerme cada vez con mayor frecuencia, detenerme era el único modo deavanzar. Y aunque no entre en mis vacilantes intenciones la de tratar a fondo (como sin embargo lomerecerían) aquellos breves instantes de la inmemorial expiación, de todos modos adelantaré algunaspalabras al respecto, tendré esta amabilidad. para que ini relato, tan claro por lo demás, no termine en laoscuridad, en la oscuridad de aquellos inmensos oquedales, de aquellas frondosidades gigantescas, donderenqueo. escucho, me tiendo, me levanto, escucho, renqueo, preguntándome a veces, ¿hace falta decirlo?,sí volveré a ver el día odiado, en fin, poco amado, extendido pálidamente entre los últimos troncos, y a mimadre, para solventar nuestro asunto pendiente, y si no haría mejor, en fin, por lo menos igual de bien,colgándome de una rama con una liana. Porque de ver el día no tenía muchas ganas, francamente, y pocasesperanzas podía albergar de que mi madre siguiera esperándome después de tanto tiempo. Y mi pierna,mis piernas. Pero las ideas de suicidio tenían poco poder sobremi, ya no sé por qué, creía saberlo, pero veo que no. La idea de estrangulamiento en particular, portentadora que resulte, he terminado siempre por vencerla tras una corta lucha. Voy a deciros algo, nunca hetenido ninguna afección de las vías respiratorias, aparte naturalmente de las miserias inherentes a estesistema. Sí, podría contar, hubiera podido contar con los dedos de una mano, los días en que el aire, que alparecer contiene oxígeno, se negaba a descender hasta mí o, una vez que por fin había descendido, senegaba a dejarse expulsar. Ah, cierto, está mi asma, cuántas veces me he sentido tentado de ponerle finseccionándome una carótida o la traquearteria. Pero me aguanté. El ruido me traicionaba, me ponía morado.Me daba sobre todo por la noche, de lo que no sabía si debía alegrarme o no. Porque si bien de noche loscambios bruscos de color pasan más inadvertidos, en cambio el menor ruido inhabitual resuena más en elsilencio de la noche. Pero solo se trataba de crisis, nada, crisis, poca cosa en comparación con lo que nuncacesa, lo que no conoce flujo ni reflujo, en la superficie del plomo, en las profundidades infernales. Ni unapalabra, ni una palabra contra las crisis, que me estrujaban, me retorcían y, por fin, amablemente mearrojaban, sin señalarme a terceros. Y me enrollaba el abrigo alrededor de la cabeza, para ahogar el ruidoobsceno de mi ahogo, o lo camuflaba de violenta y prolongada tos, universalmente admitida y aprobada ycuyo único inconveniente reside en que puede provocar la compasión. Y quizá es este el momento de ponerde relieve, nunca es tarde para esto, que al decir que mi avance se hacia más lento a causa deldesfallecimiento de mi pierna sana no expreso sino una ínfima parte de la verdad. Porque en realidad teníaotros puntos débiles aquí y allá que también se iban volviendo cada vez más débiles, como era de prever.Pero no era de prever encambio la rapidez con que iba aumentando su debilidad desde mi partida de la orilla del mar. Porquemientras estuve a la orilla del mar, mis puntos débiles, aunque aumentaban en debilidad como podíaesperarse, solo lo hacían insensiblemente. De modo que me hubiera sido muy díficil afirmar, palpándome elojo del culo, por ejem-pío: «Vaya, está mucho peor que ayer, no parece el mismo.» Pido perdón por insistiracerca de este vergonzoso orificio, así lo quiere mi musa. Quizá deba verse en él no tanto la tara que henombrado como un símbolo de las que callo, dignidad debida tal vez a su posición central y a susapariencias de enlace entre la otra mierda y yo. Soy de la opinión de que se tiene un conocimientodefectuoso de este agujero, y preferimos despreciarlo. Pero ¿y si fuese el pórtico del ser, y la célebre bocatan solo la entrada de servicio? Casi nada puede entrar en él sin ser rechazado al instante o poco menos.Casi todo lo que proviene del exterior le repugna y tampoco parece sentir mucho aprecio por lo que viene delinterior. ¿No son rasgos significativos? La historía lo juzgará. Pero trataré, no obstante, de otorgarle menosimportancia en el futuro. Lo cual me será fácil, porque del futuro más vale no hablar, no es muy incierto. Y enlo que respecta a dejar de lado lo esencial, en eso creo que estoy fuerte, y tanto más cuanto no poseo sobreeste fenómeno más que informaciones contradictorias. Pero, volviendo a mis puntos débiles, repito que a laorilla del mar se habían desarrollado normalmente, sí, no había notado nada anormal. Ya fuera porque no leprestaba la suficiente atención, pues me concentraba enteramente en la metamorfosis de mi excelentepierna, ya fuera que realmente no hubo nada especial que señalar al respecto. Pero apenas hube dejadoatrás la playa, hostigado por el temor a despertarme un buen día lejos de mi madre y con las dos piernas tanrígidas como mismuletas, mis puntos débiles empezaron a avanzar a pasos agigantados, y de la debilidad pasaron a laagonía, con todos los inconvenientes que ello comporta cuando no se trata de puntos vitales. Sitúo haciaaquella épo ca la cobarde deserción de los dedos de mi pie, por así decirlo, en campo raso. Me diréis queeso forma parte de mis jaleos con las piernas, que no tenía en rigor ninguna importancia, porque de todosmodos no podia apoyar en el suelo el pie en cuestión. De acuerdo. Pero, a ver, ¿sabéis siquiera de qué piese trata? No. Yo tamPoco. Un momento, y os lo digo. Pero tenéis razón, los dedos de mis pies no eran unpunto débil propiamente dicho, me parecían en muy buen estado, aparte algunos callos, juanetes y uñasencarnadas y cierta tendencia a los calambres. Sí, eran otros mis verdaderos puntos débiles. Y desde luegosi no enumero ahora su lista impresionante ya nunca la enumeraré. Y en efecto, nunca la enumeraré, o talvez sí, yo creo que sí. Aparte de, que no quisiera daros una idea errónea de mi estado de salud que, sinpoder ser calificado de brillante, o insolente, era en el fondo de una robustez inaudita. Porque, de otro modo,¿cómo hubiera podido llegar a la enorme edad que he alcanzado? ¿Gracias a mis cualidades morales? ~una higiene adecuada? ¿Al aire libre? ¿A la subalimentación? ~ la falta de descanso? ¿A la soledad? ~ lapersecución? £A los terribles alaridos silenciosos (es peligroso lanzar alaridos)? ¿Al cotidiano deseo de sertragado por la tierra? Venga, hombre, venga. El destino es rencoroso, pero no tanto. Fijaos en mi madre, porejemplo. Me pregunto de qué acabó por morirse. Posiblemente la enterraron viva. La mala pécora tuvo buencuidado de transmitirme todas sus porquerías de cromosomas. Con el cutis plagado de granos desde mi mástierna edad. Bonito, ¿eh? El corazón palpita, vaya si palpita. De mis uréteres ya no os digo1nada. Y las cápsulas suprarrenales. Y la vejiga. Y la uretra. Y el glande. Madre mía. Os diré una cosa, ya noorino, palabra de honor. Pero mi prepucio, sat verbum, rezuma orina, día y noche, bueno, creo que es orina,huele a riñón. Y yo que había perdido el sentido del olfato. ¿Puede hablarse de mear en tales condiciones?Veamos. También mi sudor, y me paso el día sudando, huele de un modo peculiar. Y creo que mi saliva,siempre abundante, despide este olor. Sí, me desprendo de mis toxinas, no será la uremia quien acabeconmigo. Si hubiera una justicia, a mí también me enterrarían vivo, como último recurso. Y aunque por miedoa agotarme no estableceré nunca la lista de mis puntos débiles, quizá sí la establezca un día, con elinventarío de mis bienes y pertenencias. Porque si llega este día, tendré menos miedo de agotarme queahora. Porque ahora, aunque no me creo precisamente al inicio de mi carrera, estoy lejos de pretenderhallarme en las proximidades de la meta. De modo que prefiero reservar mis energías para el sprint. Porquepara no poder dar el sprh~t cuando llega el momento más me valdría abandonar. Pero está prohibidoabandonar e incluso detenerse un instante. De modo que espero, avanzando con precaución, a que lacampana me diga: «Molloy, no ahorres más fuerzas, ha llegado el final.» Así razono, ayudándome conimágenes poco adecuadas a mi situación. Y ya no me abandona, o casi, ignoro por qué razón, el sentimientode que un día deberé decir lo que me falta sobre todo lo que he tenido. Pero hasta entonces debo esperar,para estar seguro de no poder ya adquirir, perder, arrojar o regalar nada más. Entonces podré decir, sinmiedo a equivocarme, qué me queda, a fin de cuentas, de mis pertenencias. Porque habremos llegado alfinal de las cuentas. Y desde ahora hasta entonces podré empobrecerme, enriquecerme, oh, no hasta elpunto de que mi situación quede modificada,pero silo suficiente para impedirme anunciar desde ahora lo que me falta de cuanto he tenido, porque aún nome ha ocurrido todo lo que ha de ocurrirme. Pero no comprendo nada de este presentimiento, como creoque ocurre a menudo con los mejores presentimientos, totalmente incomprensibles casi siempre. De modoque puede tratarse de un verdadero presentimiento, susceptible de confirmarse. Pero, ¿son máscomprensibles los presentimientos infundados? Creo que sí, que lo falso es más fácil de reducir a nocionesclaras y distintas, distintas de las otras nociones. Aunque puedo estar equivocado. Pero no era una criaturadada a presentimientos, sino simplemente a sentimientos, o más bien me atrevería a decir que aepisentimientos. Porque sabía las cosas por adelantado, lo que me ahorraba tener que presentirías. Dirémás (¿qué puede impedírmelo?), solo sabía las cosas por adelantado, porque cuando me ocurrían ya no meenteraba, como quizá haya advertido el lector, o me enteraba a costa de esfuerzos sobrehumanos, ydespués tampoco sabía nada, me encontraba devuelto a mi ignorancia nativa. Todo lo cual, tomado en suconjunto, si ello es posible, debe poder explicar muchas cosas, especialmente mi asombrosa ancianidad,aún lozana en ocasiones, suponiendo que mi estado de salud, pese a lo dicho anteriormente, no baste paraexplicarla. Es una simple suposición, no compromete a nada. Pero estaba diciendo que si, en la etapa a laque había llegado, mi avance se hacía cada vez más lento y doloroso, no era únicamente a causa de mispiernas, sino también a causa de una multitud de puntos llamados débiles sin ninguna relación con mispiernas. A menos que supongamos, y nada nos induce a ello, que estos puntos débiles y mis piernas fueranmanifestaciones del mismo síndrome, que en este caso sería de una diabólica complejidad. El hecho es, y losiento mucho, pero ahora ya es demasiado tarde para ponerle remedio,que he cargado excesivamente el acento sobre mis piernas, a expensas de lo demás, en el curso de este paseo.