1915
DICIEMBRE, DOMINGO.
- Las cuatro y diez. Estoy segura que éste es el peor domingo detoda mi vida.
He llegado al fondo. Mi corazón ya no late. Sigo viviendo gracias a una especie
de zumbido de la sangre en mis venas. Está oscureciendo, sólo en las ventanas hay un
resplandor blanco. El ruido de mi reloj, encima de la mesa al lado de la cama, es fuerte y
vigoroso, como si fuera rico de una vida diminuta, mientras yo desvanezco y muero.
Ya es de noche. El mar está muy agitado. Roza las rocas, las barre, las cubre, las ciñe y les salta
por encima. En la luz cruda y metálica, las rocas toman un color rojizo. En lo alto una raya
ancha y verde amalgamada con negro suntuoso, y más en alto el cono morado de una
montaña, y sobre la montaña un cielo de un azul tenue que resplandece como el interior de
una concha mojada. La luz cambia a cada instante.
Hasta en este momento, mientras escribo, se ha vuelto menos cruda. Algunas nubecitas blancas
coronan la montaña como humo que asciende. Y ahora un color de púrpura, amenazador y
extraño está cubriendo el cielo. Los árboles voltean en esta claridad inestable. Un perro ladra.
El jardinero habla solo y arrastrando los pies cruza el sendero bien rastrillado; recoge el cesto de
hierbas arrancadas y se va. Dos enamorados pasean al borde del mar. Llevan abrigos gordos y
ella lleva un pañuelo rojo en la cabeza. Andan orgullosos y despreocupados, muy juntos y
desafiando el viento.
Hoy estoy enferma -no puedo andar- y sufro.
1919
19 de MAYO.
- Estoy en mi cuarto y pienso en mi madre. Tengo deseos de llorar. Pero mis
pensamientos son hermosos y están llenos de alegría. Pienso en nuestra casa, nuestro jardín, en
nosotros: niños... en el césped, la verja y mamá que vuelve a casa: «¡Niños, niños!» No pido
más que tener tiempo para escribir todo esto, tiempo para escribir mis libros. Luego, no me
importará morir. No vivo más que para escribir. El mundo hermoso (¡Dios mío, cuán adorable
es este mundo exterior!) está ahí: me baño en él y me refresco. Pero me parece como si yo
tuviera que cumplir un deber, como si alguien me hubiera impuesto una tarea que estuviera
obligada a terminar. ¡Dejadme acabar, acabar sin prisa; poniendo en ella toda la belleza que
pueda!
Mi madrecita, mi estrella, mi valor, mi mía. Me parece ahora vivir en ella. Vivimos en el mismo
mundo. No es del todo este mundo, tampoco es del todo otro mundo. La gente no me importa:
la idea de la gloria y del éxito no es nada, menos que nada. Quiero muy tiernamente a mi
familia y a algunas otras personas. Quiero de la buena y vieja manera, de todo corazón, a mi
marido.
No existe ni una sola alma que sepa dónde está. Ella lentamente se va, mientras medita todas
estas cosas, mientras de pregunta cómo podrá expresarlas a su gusto, sólo pidiendo tiempo y
paz.
1920
SUFRIR
Quisiera que estas líneas fueran acogidas como mi confesión.
No hay límite al sufrimiento humano. Cuando uno piensa: «Ahora he tocado el fondo del mar,
ahora no puedo ir más hondo», aún va más hondo. Y así para siempre. El año pasado en Italia
pensé: «Una sombra más y ya será la muerte.» Pero este año ha sido tan terrible, que pienso
con cariño en la Casetta. El sufrimiento es ilimitado, es la eternidad. Una tortura sola es un
tormento eterno. El dolor físico es juego de niños. Si uno tuviera el pecho oprimido por una
piedra muy gorda, aún podría reír.
No quisiera morir sin haber dejado escrita mi creencia en que el sufrimiento puede ser
superado. Pues lo creo. ¿Qué es lo que hay que hacer? No se trata de lo que llamamos: «ir más
allá». Esto es falso.
Hay que someterse. No resistas. Acógelo, déjate anonadar. Acéptalo enteramente. Que el dolor
sea parte de la vida.
Todo lo que en la vida aceptamos plenamente, experimenta un cambio. Así es que el dolor
tiene que volverse Amor. Ahí está el misterio. Eso es lo que tengo que hacer. Tengo que pasar
del amor personal a un amor más grande. Tengo que dar a la vida entera lo que he dado a uno.
La agonía presente pasará si no mata, no durará. Ahora soy como un hombre al que han
arrancado el corazón, pero..., soporta..., soporta. Como en el mundo físico, en el espiritual el
dolor no dura eternamente. Ahora sólo es terriblemente agudo. Es como si hubiese habido un
accidente espantoso. Si consigo no volverlo a vivir a cada instante, en todo su horror y
brutalidad, y no recordarlo continuamente, entonces seré más fuerte.
Aquí, por un extraño fenómeno, se yergue la figura del doctor Sorapure. Era un buen hombre.
No sólo me ayudaba a soportar el dolor, sino que me sugería la idea que quizá la enfermedad
física es necesaria, es un proceso reparador, y siempre me hacía considerar que el hombre sólo
tiene una ínfima parte en la historia del mundo. Mi doctor, bondadoso y sencillo, era puro de
corazón, como Chéjov era un corazón puro. Pero para estos males es uno mismo su propio
doctor. Si el «dolor» no es un proceso reparador, yo haré que lo sea. Aprenderé la lección que
él mismo enseña. Estas no son palabras vanas. No son consolaciones para enfermos.
La vida es un misterio. El dolor espantoso desaparecerá. Tengo que volverme hacia el trabajo.
Tengo que transformar mi suplicio en algo diferente, cambiarlo. «El dolor se convertirá en
alegría.»
Es perderse aún más enteramente, amar aún más profundamente; percibir que uno forma parte
de la vida, que no está separado.
¡Oh, vida, acéptame! Haz que sea digna de ti, enséñame.
Escribo esto. Levanto los ojos. En el jardín las hojas se mueren, el cielo es pálido, y me doy
cuenta que estoy llorando. Es difícil, es difícil morir bien.
Vivir -vivir-, esto es todo. Y dejar la vida como la dejó Chéjov y como Tolstoi la dejó.
Después de una operación terrible, me acuerdo que cada vez que pensaba en lo que había
sufrido cuando me ataron y tendieron en la mesa de operar, lloraba. Cada vez volvía a sufrir
aquella tortura, y era intolerable. Esto es lo que hay que vencer. ¡Cosa extraña! Las dos únicas
personas que me quedan son Chéjov -muerto- y el doctor Sorapure, distraído e indiferente. Son
los dos hombres buenos que he conocido.
TÉ FLOJO
Acabo de tomar una de las cosas más tristes, un taza de té flojo. Oh, ¿por qué tiene que ser
flojo? Qué patético suena, algo más que patético, cuando al servir una taza de té dicen: «Me
temo que sea flojo.» Uno cree ser un verdadero bruto, si abusa de su debilidad antes de que se
haya fortalecido. Cojo la taza: parece que el té tiemble, que diga muy bajito: «¡Cobarde!»
Reconozco que no puedo nunca, al momento de servir el té, oír a alguien murmurar
tímidamente (como si estuviera consciente de su vergüenza). «Sí, gracias, demasiado flojo para
mí», sin tener deseos de echarme a llorar.
De cuando en cuando, Fred hablaba en sueños. Pero hasta en sueños estaba tranquilo. Ella se
despertaba al oírle decir: «Faltan un par de tornillos», o «prueba la otra hoja», mas, a esto sólo
se reducía todo.
1021
13 de JULIO.
- He ido a la clínica para que me dieran una punción a la glándula. No creo que
puedan salvar la piel, Por la sensación que percibo, estoy segura de que no podrán, y de que
este asunto no ha hecho más que empezar. Tendré que volver a la clínica a fines se semana,
Mientras tanto, estoy agotada e incapaz de escribir una sola línea.
En fin, tengo que confesar que he tenido un día perezoso. Sabe Dios por qué. Lo iba a escribir
todo, pero no he hecho nada. Creía poder trabajar y en cambio, después de¡ té estaba algo
fatigada y he descansado. ¿Es un bien o es un mal de mi parte portarme así? Tengo la impresión
de que soy culpable, pero al mismo tiempo sé que lo mejor que puedo hacer es descansar.
Además, en mi cabeza hay una especie de zumbido horrible y me acosan señales de
degradación terrestre. No soy límpida como el cristal.
Sobre todo, me falta aplicación. esto es muy malo. ¡Hay tanto para hacer y hago tan poco!
Aquí la vida sería casi perfecta, si cuando hago ver que trabajo, trabajara. Vamos, no es tan
difícil trabajar. Mira las novelitas que esperan en el umbral. ¿Por qué no las dejas entrar? Y su
lugar lo tomarán otras novelas que están rodando por allí muy cerca, esperando la ocasión.
AL DÍA SIGUIENTE.
- Sin embargo, tomemos esta mañana como ejemplo. No quiero
escribir. Quiero vivir. ¿Qué significa esto? No es fácil explicarlo. ¡Pero es así!
1922
Es singular esta costumbre mía de ser tan habladora. Y sin embargo, mi intención es que esto
no lo lean ningunos ojos más que los míos. Estos apuntes son realmente privados. Y confieso
que nada me proporciona mayor alivio. Lo que me suele pasar es que si continúo acabo por
emerger. Sí, es como si uno tirara gruesas piedras al río. Mas la cuestión es saber cuánto tiempo
este sistema será eficaz. Por ahora, lo reconozco, no me ha fallado nunca...
Aquí la sensación que no tiene de la importancia de los pequeños acontecimientos es
realmente justa. No tienen ningún valor...
¡Qué cosa rara! De repente me he visto en puerta de la sala de lectura de Wörishofen:
primavera, lilas, lluvia, libros encuadernados de negro.
Y sin embargo, me gusta este día nublado. Una campana toca en la lejanía; los pájaros cantan
uno tras otro, como si se estuvieran llamando desde las copas de los árboles. Me gusta esta paz
inmóvil, y esta sensación de que de un momento a otro empezará a llover. En los claros, donde
el cielo no es gris, es de un blanco plateado y tiene rayas de nubecitas. La única nota
desagradable del día son las moscas. Son absolutamente enloquecedoras y uno no puede hacer
nada para librarse de ellas: pocas veces he tenido esta impresión de impotencia.
19 de OCTUBRE
- Esta mañana he reflexionado hasta que me ha parecido que puedo llegar a ver
claro en todo esto si trato de escribir... en qué punto estoy.
Desde que he llegado a París me encuentro muy mal, tan mal como antes. La verdad es que
ayer creí que me moría. No es imaginación. Mi corazón está agotado y siente tal agobio que lo
único que puedo hacer es andar hasta el taxi y del taxi a casa. Me levanto a las doce y me
vuelvo a acostar a las cinco y media. A ratos intento trabajar, pero ya pasaron aquellos tiempos.
No puedo trabajar. Desde el mes de abril, prácticamente no he hecho nada. Pero, ¿por qué?
Porque si el tratamiento de M. ha mejorado el estado de mí sangre, me ha dado buen aspecto y
ha obtenido un buen resultado sobre mis pulmones, no ha mejorado ni un ápice mi corazón; y
el mejoramiento aquel lo he conseguido solamente viviendo en el hotel la vida de un cadáver.
Mi espíritu está medio muerto. La fuente de mi vida ha menguado tanto que está casi seca.
Todos los progresos de mi salud no son más que ficción, comedia. ¿En qué consiste? ¿Puedo
hacer algo con mis manos o con mi cuerpo? Nada absolutamente. Soy una enferma
completamente imposibilitada. ¿Qué es mi vida? Es la existencia de un parásito. Y ahora ya
han pasado cinco años y estoy atada más estrechamente que nunca.
¡Ah! El mero hecho de escribir me ha calmado un poco, loado sea el Señor por habernos
otorgado la gracia de poder escribir. Lo que voy a hacer me aterroriza tanto. Todas las voces del
pasado me dicen: «No lo hagas.» J. me dice: «M. es un sabio. De su parte pone todo lo que
puede. Tú tienes que hacer otro tanto.» Mas esto no significa nada. Soy tan incapaz de curar
mi alma como mi cuerpo. Quizá aún mas incapaz. Y J. mismo, completamente sano y fuerte,
¿no está abatido cuando tiene granos en el cuello? Mas pensad en un encarcelamiento que
dura cinco años. Alguien tiene que ayudarme a salir del calabozo. Si lo que digo es una
confesión de mi flaqueza, no importa. Pero sólo por falta de imaginación se le puede llamar así.
¿Y quién me ayudará? Acuérdate en Suiza. «Soy incapaz.» Es natural que él sea incapaz. Un
prisionero no puede ayudar a otro prisionero. ¿Creo acaso en la medicina sola? No, jamás. ¿En
la ciencia sola? No, jamás. Me parece infantil y ridículo suponer que a uno le pueden curar
como a una vaca, si no es una vaca. Aquí durante años he estado buscando a alguien que
estuviera de acuerdo conmigo. He oído hablar de G., el cual no sólo es de mi parecer, sino que
está infinitamente más enterado que yo de estas cosas. Pues, ¿por qué dudar? ¿Miedo? ¿De qué
tienes miedo? ¿En el fondo es acaso el miedo de perder a J.? Creo que sí. ¡Pero, Señor! Mira las
cosas cara a cara. ¿Qué es lo que tienes de él ahora? ¿Qué es lo que os acerca? A veces viene a
hablar contigo, luego se va. Piensa en ti con cariño. Sueña con vivir contigo, un día, cuando se
haya hecho el milagro. Para él tienes la importancia de un sueño; no la de una realidad viva.
Pues no lo eres. ¿Qué es lo que compartís los dos? Casi nada. Sin embargo, mi corazón emana
un profundo, dulce y tierno sentimiento que es amor, y una nostalgia inmensa de su presencia.
Pero mientras están las cosas de esta forma, qué importa todo esto. Vivir juntos estando yo
enferma, no es más que una tortura con algunos momentos de dicha. Mas esto no es vivir...
bien sabes que J. y tú, sólo sois el sueño de lo que podría ser. Y este sueño jamás, jamás, podrá
ser realidad si no te curas. Y es imposible que te cures sólo «imaginando», o «esperando», o
probando de hacer tú sola el milagro.
Así es que si el Gran Lama del Tíbet te ha prometido su ayuda, ¿cómo puedes vacilar? Acepta
el riesgo. El riesgo de lo que sea. Que no te importe ya la opinión de los demás, ni aquellas
voces. Haz lo que es más difícil para ti en este mundo. Procede por tu cuenta. Mira la verdad
cara a cara.
Es verdad que Chéjov no lo hizo. Sí, pero Chéjov murió. Y seamos justos. Por sus cartas, ¿qué
sabemos de Chéjov? ¿Lo ha dicho todo en ellas? Seguramente, no. ¿No crees que ha tenido
una vida interior de aspiraciones, que ni una palabra nos ha revelado? Lee, pues, sus últimas
cartas. Había perdido toda esperanza. Si uno despoja esas cartas de toda su sentimentalidad son
terribles. No queda nada de Chéjov. La enfermedad lo ha tragado.
Pero quizá para las personas sanas todo esto no es más que una insensatez. Nunca han viajado
por este camino. ¿Cómo pueden ver en qué lugar estoy? Razón de más para seguir adelante sola
y sin miedo. La vida no es sencilla. A pesar de todo lo que decimos del misterio de la Vida,
cuando nos acercamos a él, le tratamos como si fuera un cuento de niños...
Bueno, Katherine, ¿qué entiendes por salud? ¿Y para qué la quieres?
Contestación: por salud entiendo la capacidad de vivir una vida completa, adulta, viva, activa,
en estrecho contacto con lo que quiero, la tierra y sus maravillas: el mar, el sol. Todo lo que
entendemos cuando decimos el mundo exterior. Quiero penetrar en él, ser parte de él, vivir en
él, aprender de él, perder todo lo que es superficial y adquirido en mí, volverme un ser humano
consciente y sincero. Al comprenderme a mí misma, quiero comprender a los demás. Quiero
realizar todo lo que soy capaz de ser para poder ser (y aquí me he parado, he esperado
inútilmente, una sola expresión dice lo que hay que decir) una hija del sol. Si uno habla del
deseo de ayudar a los demás, de llevar una luz y otras aspiraciones semejantes, parece que uno
mienta. Que baste esto. Ser una hija del sol.
Y luego quisiera trabajar. ¿En qué? Quisiera vivir de manera que me fuera posible trabajar con
mis manos, mi corazón y mí cerebro. Quisiera tener un jardín, una casita, hierba, animales,
libros, cuadros, música. Y de todo esto sacar lo que quiero escribir, expresar todas estas cosas.
(Aunque tomara como personajes a cocheros de fiacre. Esto no importa.)
Pero la vida, la vida cálida, anhelante, viva, tener raíces en la vida, aprender, desear, saber,
sentir, pensar, actuar. Nada que sea menos que esto es lo que quiero. A esto es a lo que tengo
que tratar de llegar.
Estas páginas las he escrito para mí. Ahora voy a correr el riesgo de enviarlas a J... que haga lo
que quiera con ellas. Así verá cuánto le quiero.
Y cuando digo: «tengo miedo», esta palabra no te tiene que inquietar, corazón mío. Todos
tenemos miedo cuando estamos en casa del médico en una sala de espera. Sin embargo
tenemos que pasar por ella, y en la sangre fría que consigue tener el que se queda reside toda la
ayuda que nos podemos dar mutuamente...
Todo esto suena muy serio y arduo. Mas ahora que he luchado cuerpo a cuerpo con estos
sentimientos ya no me parecen tal. Me siento feliz, en el fondo, muy en el fondo. Todo está
bien.
(Estas palabras terminan el Diario de Katherine Mansfield y le dan un final adecuado. Desde el día
que las escribió no la abandonó nunca la convicción de que «todo estaba bien». Entró en una especie
de casa de retiro, una hermandad espiritual en Fontainebleau. El fin de esta hermandad, a lo menos,
según lo comprendía ella, era el de ayudar a sus miembros a alcanzar su regeneración espiritual Al
cabo de tres meses, a principios de 1923, me pidió que fuera a pasar una semana con ella. Llegué la
tarde del 9 de enero, temprano. No he visto nunca, ni veré jamás a un ser tan hermoso como aquél;
parecía como si la exquisita perfección que había siempre existido en ella la hubiese embargado por
completo. Para usar sus mismas palabras, el último átomo de «sedimento», los últimos «vestigios de
degradación terrenal», habían desaparecido completamente. Pero había perdido su vida para salvarla.
Mientras subía a su habitación a las 10 de la noche, le cogió un acceso de tos que terminó en una
violenta hemoptisis. A las diez y media estaba muerta.)
Los últimos meses de Katherine Mansfield
Pietro Citati
Una leyenda rodea los últimos meses de Katherine Mansfield. Su rostro, feliz y radiante de
«inexpresable belleza», resplandecía como si «hubiese estado en el Sinaí», repiten a la vez
Middleton Murry, Orage e Ida Baker. ¿Había, pues, alcanzado la «vida solar» a la que había
aspirado? ¿La nube de angustia, de terror y de desesperación en la cual había estado envuelta
durante los últimos meses, se había completamente disuelto? «El gran lama del Tibet» ¿la había
salvado? Detrás de las pequeñas gracias y de la jerga infantil, las cartas de los últimos meses
hablan otro lenguaje. Katherine Mansfield parece una niña estúpida y asustada, atónita y
balbuciente. Se lo tomaba todo en serio, incluso los hábitos alimenticios impuestos por
Gurdjieff; con una ingenuidad que encoge el corazón, creía en todo, incluso, en el efecto
beneficioso del aliento de las vacas o en la danza india que duraba siete minutos y le enseñó
«más cosas acerca de la vida de la mujer que cualquier libro o poema». Por Navidad, Gurdjieff
preparó una gran fiesta: quién encontrara una moneda escondida en un pedazo de pastel, como
en una famosa escena de Chaplin, obtendría como regalo un ternero recién nacido. «Un
verdadero cordero» decía Katherine Mansfield que se apuntó como una niña remilgada dando
palmadas. «Quisiera que fuese mío.» Ella, tan precisa, tan ingeniosa, tan cruel, había perdido
aquel «hilo de desenvuelta familiaridad e ironía» de la que habla Sestov, aquella capacidad de
reírse de sí misma y de los demás, por la cual hasta en los últimos días se deslizó la salvación.
Había sido drogada, vaciada y destruida por el soberano de Brobdingnag, naufragado en la
playa desconocida, había llegado a un campo de concentración y creía que las olas le habían
conducido al Paraíso.
Esta vida no duró demasiado. La noche del 9 de enero de 1923, cuando su marido fue a
visitarla al Instituto, tuvo un acceso de tos mientras entraba en su habitación. Un gran coágulo
de sangre le salió de la boca y pareció ahogarla. El marido la estiró encima de la cama y corrió a
llamar un doctor. En pocos minutos, Katherine Mansfield había muerto «con los ojos abiertos
por el terror».
Unos momentos antes, Ida Baker que estaba trabajando en una hacienda normanda, se había
despertado por la voz de ella que la llamaba en la noche, mientras el viento soplaba. La
mañana del 10 de enero, recibió un telegrama de Fontainebleau, y tomó el tren. Cuando la
observó estirada en el ataúd, la madera le pareció tan fría, despojada y desnuda que lo cubrió
con un chal negro español, hermosamente bordado, que Katherine había comprado en su
juventud. Todo había acabado. Aquella criatura tan tierna y delicada, tan dura y anhelante,
apasionada e implacable, aquella mariposa desmañada que había probado sus alas en el viento,
aquella remota figurita china pintada en el fondo de la tacita, había desaparecido.
[La vida breve de Katherine Mansfield, Noguer, traducción de Mónica Monteys]
DICIEMBRE, DOMINGO.
- Las cuatro y diez. Estoy segura que éste es el peor domingo detoda mi vida.
He llegado al fondo. Mi corazón ya no late. Sigo viviendo gracias a una especie
de zumbido de la sangre en mis venas. Está oscureciendo, sólo en las ventanas hay un
resplandor blanco. El ruido de mi reloj, encima de la mesa al lado de la cama, es fuerte y
vigoroso, como si fuera rico de una vida diminuta, mientras yo desvanezco y muero.
Ya es de noche. El mar está muy agitado. Roza las rocas, las barre, las cubre, las ciñe y les salta
por encima. En la luz cruda y metálica, las rocas toman un color rojizo. En lo alto una raya
ancha y verde amalgamada con negro suntuoso, y más en alto el cono morado de una
montaña, y sobre la montaña un cielo de un azul tenue que resplandece como el interior de
una concha mojada. La luz cambia a cada instante.
Hasta en este momento, mientras escribo, se ha vuelto menos cruda. Algunas nubecitas blancas
coronan la montaña como humo que asciende. Y ahora un color de púrpura, amenazador y
extraño está cubriendo el cielo. Los árboles voltean en esta claridad inestable. Un perro ladra.
El jardinero habla solo y arrastrando los pies cruza el sendero bien rastrillado; recoge el cesto de
hierbas arrancadas y se va. Dos enamorados pasean al borde del mar. Llevan abrigos gordos y
ella lleva un pañuelo rojo en la cabeza. Andan orgullosos y despreocupados, muy juntos y
desafiando el viento.
Hoy estoy enferma -no puedo andar- y sufro.
1919
19 de MAYO.
- Estoy en mi cuarto y pienso en mi madre. Tengo deseos de llorar. Pero mis
pensamientos son hermosos y están llenos de alegría. Pienso en nuestra casa, nuestro jardín, en
nosotros: niños... en el césped, la verja y mamá que vuelve a casa: «¡Niños, niños!» No pido
más que tener tiempo para escribir todo esto, tiempo para escribir mis libros. Luego, no me
importará morir. No vivo más que para escribir. El mundo hermoso (¡Dios mío, cuán adorable
es este mundo exterior!) está ahí: me baño en él y me refresco. Pero me parece como si yo
tuviera que cumplir un deber, como si alguien me hubiera impuesto una tarea que estuviera
obligada a terminar. ¡Dejadme acabar, acabar sin prisa; poniendo en ella toda la belleza que
pueda!
Mi madrecita, mi estrella, mi valor, mi mía. Me parece ahora vivir en ella. Vivimos en el mismo
mundo. No es del todo este mundo, tampoco es del todo otro mundo. La gente no me importa:
la idea de la gloria y del éxito no es nada, menos que nada. Quiero muy tiernamente a mi
familia y a algunas otras personas. Quiero de la buena y vieja manera, de todo corazón, a mi
marido.
No existe ni una sola alma que sepa dónde está. Ella lentamente se va, mientras medita todas
estas cosas, mientras de pregunta cómo podrá expresarlas a su gusto, sólo pidiendo tiempo y
paz.
1920
SUFRIR
Quisiera que estas líneas fueran acogidas como mi confesión.
No hay límite al sufrimiento humano. Cuando uno piensa: «Ahora he tocado el fondo del mar,
ahora no puedo ir más hondo», aún va más hondo. Y así para siempre. El año pasado en Italia
pensé: «Una sombra más y ya será la muerte.» Pero este año ha sido tan terrible, que pienso
con cariño en la Casetta. El sufrimiento es ilimitado, es la eternidad. Una tortura sola es un
tormento eterno. El dolor físico es juego de niños. Si uno tuviera el pecho oprimido por una
piedra muy gorda, aún podría reír.
No quisiera morir sin haber dejado escrita mi creencia en que el sufrimiento puede ser
superado. Pues lo creo. ¿Qué es lo que hay que hacer? No se trata de lo que llamamos: «ir más
allá». Esto es falso.
Hay que someterse. No resistas. Acógelo, déjate anonadar. Acéptalo enteramente. Que el dolor
sea parte de la vida.
Todo lo que en la vida aceptamos plenamente, experimenta un cambio. Así es que el dolor
tiene que volverse Amor. Ahí está el misterio. Eso es lo que tengo que hacer. Tengo que pasar
del amor personal a un amor más grande. Tengo que dar a la vida entera lo que he dado a uno.
La agonía presente pasará si no mata, no durará. Ahora soy como un hombre al que han
arrancado el corazón, pero..., soporta..., soporta. Como en el mundo físico, en el espiritual el
dolor no dura eternamente. Ahora sólo es terriblemente agudo. Es como si hubiese habido un
accidente espantoso. Si consigo no volverlo a vivir a cada instante, en todo su horror y
brutalidad, y no recordarlo continuamente, entonces seré más fuerte.
Aquí, por un extraño fenómeno, se yergue la figura del doctor Sorapure. Era un buen hombre.
No sólo me ayudaba a soportar el dolor, sino que me sugería la idea que quizá la enfermedad
física es necesaria, es un proceso reparador, y siempre me hacía considerar que el hombre sólo
tiene una ínfima parte en la historia del mundo. Mi doctor, bondadoso y sencillo, era puro de
corazón, como Chéjov era un corazón puro. Pero para estos males es uno mismo su propio
doctor. Si el «dolor» no es un proceso reparador, yo haré que lo sea. Aprenderé la lección que
él mismo enseña. Estas no son palabras vanas. No son consolaciones para enfermos.
La vida es un misterio. El dolor espantoso desaparecerá. Tengo que volverme hacia el trabajo.
Tengo que transformar mi suplicio en algo diferente, cambiarlo. «El dolor se convertirá en
alegría.»
Es perderse aún más enteramente, amar aún más profundamente; percibir que uno forma parte
de la vida, que no está separado.
¡Oh, vida, acéptame! Haz que sea digna de ti, enséñame.
Escribo esto. Levanto los ojos. En el jardín las hojas se mueren, el cielo es pálido, y me doy
cuenta que estoy llorando. Es difícil, es difícil morir bien.
Vivir -vivir-, esto es todo. Y dejar la vida como la dejó Chéjov y como Tolstoi la dejó.
Después de una operación terrible, me acuerdo que cada vez que pensaba en lo que había
sufrido cuando me ataron y tendieron en la mesa de operar, lloraba. Cada vez volvía a sufrir
aquella tortura, y era intolerable. Esto es lo que hay que vencer. ¡Cosa extraña! Las dos únicas
personas que me quedan son Chéjov -muerto- y el doctor Sorapure, distraído e indiferente. Son
los dos hombres buenos que he conocido.
TÉ FLOJO
Acabo de tomar una de las cosas más tristes, un taza de té flojo. Oh, ¿por qué tiene que ser
flojo? Qué patético suena, algo más que patético, cuando al servir una taza de té dicen: «Me
temo que sea flojo.» Uno cree ser un verdadero bruto, si abusa de su debilidad antes de que se
haya fortalecido. Cojo la taza: parece que el té tiemble, que diga muy bajito: «¡Cobarde!»
Reconozco que no puedo nunca, al momento de servir el té, oír a alguien murmurar
tímidamente (como si estuviera consciente de su vergüenza). «Sí, gracias, demasiado flojo para
mí», sin tener deseos de echarme a llorar.
De cuando en cuando, Fred hablaba en sueños. Pero hasta en sueños estaba tranquilo. Ella se
despertaba al oírle decir: «Faltan un par de tornillos», o «prueba la otra hoja», mas, a esto sólo
se reducía todo.
1021
13 de JULIO.
- He ido a la clínica para que me dieran una punción a la glándula. No creo que
puedan salvar la piel, Por la sensación que percibo, estoy segura de que no podrán, y de que
este asunto no ha hecho más que empezar. Tendré que volver a la clínica a fines se semana,
Mientras tanto, estoy agotada e incapaz de escribir una sola línea.
En fin, tengo que confesar que he tenido un día perezoso. Sabe Dios por qué. Lo iba a escribir
todo, pero no he hecho nada. Creía poder trabajar y en cambio, después de¡ té estaba algo
fatigada y he descansado. ¿Es un bien o es un mal de mi parte portarme así? Tengo la impresión
de que soy culpable, pero al mismo tiempo sé que lo mejor que puedo hacer es descansar.
Además, en mi cabeza hay una especie de zumbido horrible y me acosan señales de
degradación terrestre. No soy límpida como el cristal.
Sobre todo, me falta aplicación. esto es muy malo. ¡Hay tanto para hacer y hago tan poco!
Aquí la vida sería casi perfecta, si cuando hago ver que trabajo, trabajara. Vamos, no es tan
difícil trabajar. Mira las novelitas que esperan en el umbral. ¿Por qué no las dejas entrar? Y su
lugar lo tomarán otras novelas que están rodando por allí muy cerca, esperando la ocasión.
AL DÍA SIGUIENTE.
- Sin embargo, tomemos esta mañana como ejemplo. No quiero
escribir. Quiero vivir. ¿Qué significa esto? No es fácil explicarlo. ¡Pero es así!
1922
Es singular esta costumbre mía de ser tan habladora. Y sin embargo, mi intención es que esto
no lo lean ningunos ojos más que los míos. Estos apuntes son realmente privados. Y confieso
que nada me proporciona mayor alivio. Lo que me suele pasar es que si continúo acabo por
emerger. Sí, es como si uno tirara gruesas piedras al río. Mas la cuestión es saber cuánto tiempo
este sistema será eficaz. Por ahora, lo reconozco, no me ha fallado nunca...
Aquí la sensación que no tiene de la importancia de los pequeños acontecimientos es
realmente justa. No tienen ningún valor...
¡Qué cosa rara! De repente me he visto en puerta de la sala de lectura de Wörishofen:
primavera, lilas, lluvia, libros encuadernados de negro.
Y sin embargo, me gusta este día nublado. Una campana toca en la lejanía; los pájaros cantan
uno tras otro, como si se estuvieran llamando desde las copas de los árboles. Me gusta esta paz
inmóvil, y esta sensación de que de un momento a otro empezará a llover. En los claros, donde
el cielo no es gris, es de un blanco plateado y tiene rayas de nubecitas. La única nota
desagradable del día son las moscas. Son absolutamente enloquecedoras y uno no puede hacer
nada para librarse de ellas: pocas veces he tenido esta impresión de impotencia.
19 de OCTUBRE
- Esta mañana he reflexionado hasta que me ha parecido que puedo llegar a ver
claro en todo esto si trato de escribir... en qué punto estoy.
Desde que he llegado a París me encuentro muy mal, tan mal como antes. La verdad es que
ayer creí que me moría. No es imaginación. Mi corazón está agotado y siente tal agobio que lo
único que puedo hacer es andar hasta el taxi y del taxi a casa. Me levanto a las doce y me
vuelvo a acostar a las cinco y media. A ratos intento trabajar, pero ya pasaron aquellos tiempos.
No puedo trabajar. Desde el mes de abril, prácticamente no he hecho nada. Pero, ¿por qué?
Porque si el tratamiento de M. ha mejorado el estado de mí sangre, me ha dado buen aspecto y
ha obtenido un buen resultado sobre mis pulmones, no ha mejorado ni un ápice mi corazón; y
el mejoramiento aquel lo he conseguido solamente viviendo en el hotel la vida de un cadáver.
Mi espíritu está medio muerto. La fuente de mi vida ha menguado tanto que está casi seca.
Todos los progresos de mi salud no son más que ficción, comedia. ¿En qué consiste? ¿Puedo
hacer algo con mis manos o con mi cuerpo? Nada absolutamente. Soy una enferma
completamente imposibilitada. ¿Qué es mi vida? Es la existencia de un parásito. Y ahora ya
han pasado cinco años y estoy atada más estrechamente que nunca.
¡Ah! El mero hecho de escribir me ha calmado un poco, loado sea el Señor por habernos
otorgado la gracia de poder escribir. Lo que voy a hacer me aterroriza tanto. Todas las voces del
pasado me dicen: «No lo hagas.» J. me dice: «M. es un sabio. De su parte pone todo lo que
puede. Tú tienes que hacer otro tanto.» Mas esto no significa nada. Soy tan incapaz de curar
mi alma como mi cuerpo. Quizá aún mas incapaz. Y J. mismo, completamente sano y fuerte,
¿no está abatido cuando tiene granos en el cuello? Mas pensad en un encarcelamiento que
dura cinco años. Alguien tiene que ayudarme a salir del calabozo. Si lo que digo es una
confesión de mi flaqueza, no importa. Pero sólo por falta de imaginación se le puede llamar así.
¿Y quién me ayudará? Acuérdate en Suiza. «Soy incapaz.» Es natural que él sea incapaz. Un
prisionero no puede ayudar a otro prisionero. ¿Creo acaso en la medicina sola? No, jamás. ¿En
la ciencia sola? No, jamás. Me parece infantil y ridículo suponer que a uno le pueden curar
como a una vaca, si no es una vaca. Aquí durante años he estado buscando a alguien que
estuviera de acuerdo conmigo. He oído hablar de G., el cual no sólo es de mi parecer, sino que
está infinitamente más enterado que yo de estas cosas. Pues, ¿por qué dudar? ¿Miedo? ¿De qué
tienes miedo? ¿En el fondo es acaso el miedo de perder a J.? Creo que sí. ¡Pero, Señor! Mira las
cosas cara a cara. ¿Qué es lo que tienes de él ahora? ¿Qué es lo que os acerca? A veces viene a
hablar contigo, luego se va. Piensa en ti con cariño. Sueña con vivir contigo, un día, cuando se
haya hecho el milagro. Para él tienes la importancia de un sueño; no la de una realidad viva.
Pues no lo eres. ¿Qué es lo que compartís los dos? Casi nada. Sin embargo, mi corazón emana
un profundo, dulce y tierno sentimiento que es amor, y una nostalgia inmensa de su presencia.
Pero mientras están las cosas de esta forma, qué importa todo esto. Vivir juntos estando yo
enferma, no es más que una tortura con algunos momentos de dicha. Mas esto no es vivir...
bien sabes que J. y tú, sólo sois el sueño de lo que podría ser. Y este sueño jamás, jamás, podrá
ser realidad si no te curas. Y es imposible que te cures sólo «imaginando», o «esperando», o
probando de hacer tú sola el milagro.
Así es que si el Gran Lama del Tíbet te ha prometido su ayuda, ¿cómo puedes vacilar? Acepta
el riesgo. El riesgo de lo que sea. Que no te importe ya la opinión de los demás, ni aquellas
voces. Haz lo que es más difícil para ti en este mundo. Procede por tu cuenta. Mira la verdad
cara a cara.
Es verdad que Chéjov no lo hizo. Sí, pero Chéjov murió. Y seamos justos. Por sus cartas, ¿qué
sabemos de Chéjov? ¿Lo ha dicho todo en ellas? Seguramente, no. ¿No crees que ha tenido
una vida interior de aspiraciones, que ni una palabra nos ha revelado? Lee, pues, sus últimas
cartas. Había perdido toda esperanza. Si uno despoja esas cartas de toda su sentimentalidad son
terribles. No queda nada de Chéjov. La enfermedad lo ha tragado.
Pero quizá para las personas sanas todo esto no es más que una insensatez. Nunca han viajado
por este camino. ¿Cómo pueden ver en qué lugar estoy? Razón de más para seguir adelante sola
y sin miedo. La vida no es sencilla. A pesar de todo lo que decimos del misterio de la Vida,
cuando nos acercamos a él, le tratamos como si fuera un cuento de niños...
Bueno, Katherine, ¿qué entiendes por salud? ¿Y para qué la quieres?
Contestación: por salud entiendo la capacidad de vivir una vida completa, adulta, viva, activa,
en estrecho contacto con lo que quiero, la tierra y sus maravillas: el mar, el sol. Todo lo que
entendemos cuando decimos el mundo exterior. Quiero penetrar en él, ser parte de él, vivir en
él, aprender de él, perder todo lo que es superficial y adquirido en mí, volverme un ser humano
consciente y sincero. Al comprenderme a mí misma, quiero comprender a los demás. Quiero
realizar todo lo que soy capaz de ser para poder ser (y aquí me he parado, he esperado
inútilmente, una sola expresión dice lo que hay que decir) una hija del sol. Si uno habla del
deseo de ayudar a los demás, de llevar una luz y otras aspiraciones semejantes, parece que uno
mienta. Que baste esto. Ser una hija del sol.
Y luego quisiera trabajar. ¿En qué? Quisiera vivir de manera que me fuera posible trabajar con
mis manos, mi corazón y mí cerebro. Quisiera tener un jardín, una casita, hierba, animales,
libros, cuadros, música. Y de todo esto sacar lo que quiero escribir, expresar todas estas cosas.
(Aunque tomara como personajes a cocheros de fiacre. Esto no importa.)
Pero la vida, la vida cálida, anhelante, viva, tener raíces en la vida, aprender, desear, saber,
sentir, pensar, actuar. Nada que sea menos que esto es lo que quiero. A esto es a lo que tengo
que tratar de llegar.
Estas páginas las he escrito para mí. Ahora voy a correr el riesgo de enviarlas a J... que haga lo
que quiera con ellas. Así verá cuánto le quiero.
Y cuando digo: «tengo miedo», esta palabra no te tiene que inquietar, corazón mío. Todos
tenemos miedo cuando estamos en casa del médico en una sala de espera. Sin embargo
tenemos que pasar por ella, y en la sangre fría que consigue tener el que se queda reside toda la
ayuda que nos podemos dar mutuamente...
Todo esto suena muy serio y arduo. Mas ahora que he luchado cuerpo a cuerpo con estos
sentimientos ya no me parecen tal. Me siento feliz, en el fondo, muy en el fondo. Todo está
bien.
(Estas palabras terminan el Diario de Katherine Mansfield y le dan un final adecuado. Desde el día
que las escribió no la abandonó nunca la convicción de que «todo estaba bien». Entró en una especie
de casa de retiro, una hermandad espiritual en Fontainebleau. El fin de esta hermandad, a lo menos,
según lo comprendía ella, era el de ayudar a sus miembros a alcanzar su regeneración espiritual Al
cabo de tres meses, a principios de 1923, me pidió que fuera a pasar una semana con ella. Llegué la
tarde del 9 de enero, temprano. No he visto nunca, ni veré jamás a un ser tan hermoso como aquél;
parecía como si la exquisita perfección que había siempre existido en ella la hubiese embargado por
completo. Para usar sus mismas palabras, el último átomo de «sedimento», los últimos «vestigios de
degradación terrenal», habían desaparecido completamente. Pero había perdido su vida para salvarla.
Mientras subía a su habitación a las 10 de la noche, le cogió un acceso de tos que terminó en una
violenta hemoptisis. A las diez y media estaba muerta.)
Los últimos meses de Katherine Mansfield
Pietro Citati
Una leyenda rodea los últimos meses de Katherine Mansfield. Su rostro, feliz y radiante de
«inexpresable belleza», resplandecía como si «hubiese estado en el Sinaí», repiten a la vez
Middleton Murry, Orage e Ida Baker. ¿Había, pues, alcanzado la «vida solar» a la que había
aspirado? ¿La nube de angustia, de terror y de desesperación en la cual había estado envuelta
durante los últimos meses, se había completamente disuelto? «El gran lama del Tibet» ¿la había
salvado? Detrás de las pequeñas gracias y de la jerga infantil, las cartas de los últimos meses
hablan otro lenguaje. Katherine Mansfield parece una niña estúpida y asustada, atónita y
balbuciente. Se lo tomaba todo en serio, incluso los hábitos alimenticios impuestos por
Gurdjieff; con una ingenuidad que encoge el corazón, creía en todo, incluso, en el efecto
beneficioso del aliento de las vacas o en la danza india que duraba siete minutos y le enseñó
«más cosas acerca de la vida de la mujer que cualquier libro o poema». Por Navidad, Gurdjieff
preparó una gran fiesta: quién encontrara una moneda escondida en un pedazo de pastel, como
en una famosa escena de Chaplin, obtendría como regalo un ternero recién nacido. «Un
verdadero cordero» decía Katherine Mansfield que se apuntó como una niña remilgada dando
palmadas. «Quisiera que fuese mío.» Ella, tan precisa, tan ingeniosa, tan cruel, había perdido
aquel «hilo de desenvuelta familiaridad e ironía» de la que habla Sestov, aquella capacidad de
reírse de sí misma y de los demás, por la cual hasta en los últimos días se deslizó la salvación.
Había sido drogada, vaciada y destruida por el soberano de Brobdingnag, naufragado en la
playa desconocida, había llegado a un campo de concentración y creía que las olas le habían
conducido al Paraíso.
Esta vida no duró demasiado. La noche del 9 de enero de 1923, cuando su marido fue a
visitarla al Instituto, tuvo un acceso de tos mientras entraba en su habitación. Un gran coágulo
de sangre le salió de la boca y pareció ahogarla. El marido la estiró encima de la cama y corrió a
llamar un doctor. En pocos minutos, Katherine Mansfield había muerto «con los ojos abiertos
por el terror».
Unos momentos antes, Ida Baker que estaba trabajando en una hacienda normanda, se había
despertado por la voz de ella que la llamaba en la noche, mientras el viento soplaba. La
mañana del 10 de enero, recibió un telegrama de Fontainebleau, y tomó el tren. Cuando la
observó estirada en el ataúd, la madera le pareció tan fría, despojada y desnuda que lo cubrió
con un chal negro español, hermosamente bordado, que Katherine había comprado en su
juventud. Todo había acabado. Aquella criatura tan tierna y delicada, tan dura y anhelante,
apasionada e implacable, aquella mariposa desmañada que había probado sus alas en el viento,
aquella remota figurita china pintada en el fondo de la tacita, había desaparecido.
[La vida breve de Katherine Mansfield, Noguer, traducción de Mónica Monteys]