viernes, 20 de marzo de 2009

GIOVANNI PAPINI

EL SUICIDIO UNIVERSAL

El doctor Veromo tenía seis dedos en cada mano y era lipemaníaco, circunstancias ambas que lo hacían reacio a la conversación con los que él llamaba sus "desemejantes". Solía decir, con inocente alarde de ingenio, que si bien tenía dos dedos más de lo corriente, en cambio tenía muchos mitos menos.
Aun cuando era, por espacio de trescientos sesenta días al año, todo lo contrario de un conversador, tenía un facsímile de amigo o confidente, el profesor Rabindo, célebre por un tratado de craneología comparada. El doctor Veromo mostraba para con él una ocasional tolerancia porque le reconocía el mérito, grande a su juicio, de dedicarse al estudio de la única parte realmente sólida de la inteligencia, es decir, la caja ósea que la contiene o debería de contenerla.
En cierta oportunidad, viajé, por azar, en el mismo tren, con los dos extraños compañeros -a quienes sí los conocía de vista y pude así escuchar sin que ellos lo advirtieran, su conversación o, mejor dicho, el monólogo del doctor Veromo que me parece digno de ser referido aunque más no fuera por la temerosa actualidad del tema.

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-Mucho antes del llamado existencialismo -decía el misántropo médico en el momento en que me senté junto a él- había una filosofía que se podría llamar el "mortalismo" en mi opinión más profunda y persuasiva que la actual. Quizás el primer texto de esa teoría se encuentra en Grecia, porque los griegos se plantearon todos los problemas como si quisieran ahorrarle a la posteridad la fatiga del pensamiento. Se trata del famoso Elogio de la Muerte de Alcidamante, orador eminente que vivió en el cuarto siglo antes de Cristo. Desgraciadamente el libro se ha perdido y sólo tenemos de él breve noticia en un epigrama de Posidipo, en un fragmento original de Epicuro y en un pasaje de Cicerón.
La tesis de Alcidamante halló un pregonero, cerca de un siglo después en Hegesias de Cirene, conocido como el "persuasor de muerte", tan elocuente que Tolomeo I le prohibió enseñar porque eran muchos los que, movidos de sus palabras, se quitaban la vida. El sostenía que el acto supremo de la vida era el de troncharla voluntariamente e invitaba a todos los hombres a dar esta prueba de sabiduría y de libertad.
-La verdad -interrumpió el profesor Rabindo- es que estábamos hablando del inminente suicidio del género humano y no comprendo por qué vas a rebuscar entre esos restos de antiguallas que pueden ser temas para psiquiatras.
-Quería demostrarte -repuso el doctor Veromo- que la idea del suicidio universal es más antigua de lo que se cree y que entre los más atrevidos sabios hubo quienes lo consideraron necesario.
-Pero entre los modernos -dijo Rabindo- tal locura ha sido desechada. El Cristianismo condena desde siempre el suicidio como cobardía y pecado. Apenas ahora, en nuestros días, cuando el Cristianismo ha sido olvidado por muchos y cuando la física atómica ha realizado sus formidables descubrimientos, hay quien fantasea en torno a la idea de un posible suicidio de la especie humana.
-No lees lo bastante -replicó el doctor con un guiño burlón-. Si las mensuras del cráneo te hubieran dejado algún tiempo libre para leer los Demonios de Dostoievski, recordarías a uno de los personajes de esa terrible novela, Kirilov, que expone ideas muy semejantes a las antiguas y aconseja, abiertamente, el libre aniquilamiento de la vida humana. Fantasía de poeta, sí, pero pocos años después, un filósofo alemán, naturalmente retorna esa idea y, como suelen hacer los alemanes, la transforma en sistema. Se trata de un comerciante, un tal Felipe Batz, que, obsesionado por Hartmann, fue presa de la manía teorética y publicó, con el nombre de Felipe Mainländer, una Filosofía de la Redención, en la cual, sobre la base de una extravagante metafísica atea y pesimista, se plegaba a la propuesta del suicidio universal.


Sostiene que la muerte de Dios ha sido el principio de la vida del mundo, y la muerte del hombre, de todos los hombres, significaría el fin del Ser. Mainländer es, a mi modo de ver, el profeta más consecuente del mortalismo. No se contentó con escribir un libro, sino que, poco después de haberlo publicado, se suicidó, transformándose, así, en el solitario mártir de su fe.
-Di mejor -sugirió el profesor- que selló con un acto de locura la demencia de su filosofía.
-Vayamos con tiento en esto de la locura -previno el doctor Veromo-. Lo que en Kirilov y en Mainländer podría parecer alienación mental está resultando, a nuestra vista, una realidad posible y hasta probable. A esto quería llegar, a que las más extrañas imaginaciones de los poetas y de los pensadores llegan, con el tiempo, a ser aplicadas y confirmadas por el común de los hombres. Poetas y filósofos gozan, o sufren, de una sensibilidad más viva, de una intuición más clarividente y por eso advierten, mucho antes que los demás, lo que ha de ocurrir un día, en la historia. Los gatos presienten los terremotos mucho antes que nosotros los percibamos; los poetas son los felinos de los hechos futuros. Basta esperar -a veces medio siglo, otras veces varios siglos- para comprobar que las ideologías pasan del papel impreso a la verdad vivida. Volvemos a tener la prueba de ello con la doctrina mortalista del suicidio universal. Los Demonios de Dostoievski son de 1867; la Filosofía de la Redención de Mainländer apareció en 1867. Han pasado cerca de ochenta años y ahora vemos, con terror, que las personas juiciosas, es decir, los hombres de Estado y los de ciencia se disponen en poner en práctica, quizás sin conocerlas, las extravagantes teorías del personaje dostoievskiano y del comerciante que predicaba la desesperación. Toda idea, por absurda que parezca en la hora de su aparición, lleva escondida una chispa que, con el andar del tiempo, incendia el mundo.
-¿Tan seguro estás -preguntó Rabindo- de que nos encontremos en vísperas del suicidio de la humanidad?
-Todos -repuso Veromo- proclaman que no lo desean, todos lo esperan y lo temen. El hombre, por primera vez, ha llegado a la posesión de medios infernales que hacen posible y relativamente fácil la total aniquilación de las vidas humanas. La historia moderna nos enseña que cuando los hombres tienen a su alcance un arma nueva, por espantosa que sea, se sienten tentados a ensayarla. La historia nos informa, también, de otra verdad más tremenda aún: que los hombres tienen invencible tendencia a transformar todo descubrimiento en medio de destrucción de sus semejantes. Ahí tienes, por ejemplo, el automóvil que ha llegado a ser carro blindado, el aeroplano que se transforma en bombardero, la pila que se cambia en silla eléctrica, el gas usado como verdugo al por mayor. Hoy, tanto en Occidente como en Oriente, son dueños de la bomba atómica y, según parece, de la bomba solar y de otros artefactos más asesinos aún. Los jefes de las naciones vacilan antes de servirse de estos medios diabólicos, dudan y contemporizan, aterrorizados ante la idea de que la tierra entera podría ser un cementerio u osario de todos los pueblos. Sin embargo, bastará una chispa, un choque, un instante de frenesí y de vértigo para que todos hagan uso de las satánicas armas de que disponen para la mutua destrucción. Será el caos, el cataclismo, el verdadero "fin del mundo" y cuando todo esté consumado no habrá ni siquiera remordimiento, porque no habrá un solo ser vivo sobre la tierra para que lo experimente. El suicidio colectivo, preconizado por Kirilov y por Mailäinder como teoría abstracta, podrá llegar a ser, antes de que el siglo termine, el trágico final de la historia humana.


El número creciente de suicidios individuales en todos los países del mundo es más que un signo, una advertencia de la ya manifiesta ansiedad aniquiladora de los hombres. Mucho de lo que se hace y de lo que se dice en estos años, un poco en todas partes, tiene sonido y sentido de catástrofe y parecería que todos se empeñaran en apresurada.
En aquel momento el tren se detuvo. Habíamos llegado a una importante estación. El doctor Veromo y el profesor Rabindo se levantaron y se encaminaron hacia la portezuela. Los seguí, pero no pude escuchar la continuación de los extraños razonamientos del hexadáctilo y melancólico profeta.