lunes, 13 de abril de 2009

damián tabarovsky

¿Usted plantea que la literatura está en crisis?
La literatura está en crisis porque la cultura es la crisis. No es que está en crisis porque pasa algo exterior a ella. La literatura, como a mí me interesa, pone en cuestión otros discursos, entonces hace de las crisis su pasatiempo favorito. Todo escritor contemporáneo tiene la sensación de que es el último escritor, todos viven en esa vanagloria porque la literatura es un arte casi epigonal. Lo que a mí me importa de la literatura es encontrar contenidos políticos en discursos que aparecen como políticamente neutros. Pero hay otra dimensión de la crisis, la sociológica, que es de la que más se habla, pero que no me interesa: por qué los libros no venden, qué hay que hacer para que la literatura vuelva a atrapar a los lectores. Durante el menemismo, la literatura argentina empezó a ocuparse de que las novelas y los cuentos cautiven al lector, que los finales sean efectivos, que los personajes sean verosímiles o las tramas interesantes. Son todas cuestiones secundarias que apuntan a que la literatura se vuelva eficiente. Así como hubo un discurso de lo eficiente respecto de las privatizaciones o del delivery a domicilio, la literatura fue porosa a esos temas y se convirtió en una literatura eficiente.

¿En su concepción el problema residiría en que la literatura y el arte nunca buscan la eficiencia?
Sí, yo los concibo como diletantes, ineficientes. El escritor o el intelectual son figuras sospechosas porque son diletantes, ineficientes, torpes. Me interesa la inmadurez literaria, como escritor quiero poner a la ineficiencia en el centro de la literatura. Aquellos escritores con quienes comparto la crítica política ideológica al menemismo y a la época son los que llevan la crisis al corazón de su literatura, porque cuando General Motors hace marketing, está mal, pero cuando ellos lo hacen desde una editorial es porque simplemente un libro se acerca al lector. Acá hay una línea de continuidad que es interesante desmontar. Esa influencia del marketing llegó a los textos, por eso se convirtieron en complacientes y lo que se valora es eso: que los cuentos tengan introducción, desarrollo y conclusión, que no se experimente, que no se innove.

¿Qué sucede con las vanguardias artísticas en ese contexto?
El problema es que la literatura suspende cualquier discusión con las vanguardias, que aunque han entrado en crisis hace mucho tiempo, podrían ser un horizonte donde vale la pena sentarse a discutir. Pero la literatura argentina de los noventa dio por clausurada esa discusión casi festivamente: ¡qué bueno que se terminó esa neurosis, ahora podemos dedicarnos a tener lectores! Pero fracasaron los textos y el mercado. Todavía vale la pena seguir polemizando sobre literatura, pero buena parte de mi generación no reabre estas preguntas que suponen clausuradas.

¿Por qué?
Creo que toman como un éxito el fracaso de las vanguardias, que ponían en cuestión la relación entre la vida cotidiana y la literatura, la literatura entendida como una experiencia de la otredad, de la ruptura y de la disolución. Algunos lo viven con pesar o son nostálgicos de la vanguardia, otros lo vivimos con perplejidad en una tensión entre añorar eso que pudo haber pasado y saber que eso no va a volver más. Pero hay un largo grupo, el corazón de mi generación, que lo vive con alegría porque sabe que puede dedicarse a hacer una literatura que no cuestione nada, que sea falsamente ingenua y que se convierta en un producto más en el mercado como tantos otros. El escritor es narcisista, megalómano e improductivo, valores que yo defiendo. Un escritor como yo, que no gana plata, que no vende demasiado y que no va a pasar a la posteridad, qué puede tener que no sea un poco de narcisismo: esa es mi valija portátil.
(extracto de entrevista hecha por Silvina Friera para Página/12)


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sobre una frase de kafka (fragmento)
“Leopardos irrumpen en el templo y beben hasta vaciar los cántaros del sacrificio. La escena se repite una y otra vez hasta que puede predecirse con antelación. Entonces se la incluye como parte de la ceremonia”. Es interesante esta frase de Kafka, porque plantea uno de los temas menos investigados de su obra: la repetición como gesto vanguardista. Como es sabido, el autor favorito de Kafka era Flaubert y el de Flaubert, Sade. Esa genealogía, también poco analizada, nos informa sobre buena parte de los principios literarios de la modernidad. Si se lee con atención las principales novelas de Sade se verá que, en el fondo, el esquema de la repetición guía la narración. Sin exagerar, puede decirse que su obra se reduce a una única gran escena (una chica a los que se le enseña los placeres del sexo) repetida una y otra vez hasta el cansancio. Incluso La filosofía en el tocador, si se le saca su excursus político (el manifiesto ultrarevolucionario “Franceses, un esfuerzo más, si quieren ser republicanos”) responde a ese modelo. En Flaubert es aún más evidente. ¿Cómo está estructurado Bouvard y Pécuchet? Ellos aprenden un saber (la agrimensura, etc.), intentan aplicarlo a su vida cotidiana, fracasan en el intento, le echan la culpa al libro y no a sí mismos, prueban con otro saber, vuelven a fracasar y así hasta el final. Hasta el final inconcluso. Se dirá: inconcluso porque Flaubert murió sin llegar a terminar la novela. Error: ocurre que cuando una narración procede bajo el modelo de la repetición, no puede haber desenlace posible. Simplemente, en un punto dado, de manera arbitraria, en la repetición número 27, el autor decide terminar el libro. Y en ese gesto, el autor termina con buena parte de los lugares comunes de la literatura moderna; termina con la trivialidad de que debe haber tramas ascendentes, tramas arquitecturales, personajes bien construidos, discursos argumentados, diálogos estructurados, obras completas. Por supuesto que la palabra “termina” es una ilusión: ese tipo de literatura reaparece una y otra vez como el retorno de los muertos vivos, como la repetición que no repite nada. Reaparece como reaparece la alergia en primavera: como el efecto no deseado de una época maravillosa: la época en que aún existía la literatura.


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la expectativa
Y si uno no hace nada, ¿qué puede hacer?: pensar y esperar, pensar y esperar. Y la espera se puede convertir en un territorio inhóspito, áspero, desasosegante. Y pensar volverse un martirio o una cárcel, y dejar de pensar, un deseo imposible. A Jonathan, el protagonista de esta historia, la vida se le ha convertido en mera expectativa. En los años de la bonanza económica llegó a sentirse un triunfador: coche nuevo, apartamento nuevo, zapatos de marca, pero cuando la crisis económica convirtió a la Argentina en un páramo laboral, todo se viene abajo: adiós al auto, adiós al pisito en barrio respetable, adiós al consumo de marcas. Sólo pensar y pensar, pasear por las calles de su barrio de siempre, la pizzería de siempre, el paisaje de siempre. El inicio y el final de una aventura amorosa tan delirante como su propia existencia y que sólo sirve para hacer más evidente el engaño estéril de la vida. Y un último esfuerzo: viajar a esa Europa prometida donde ninguna promesa se cumple. Alguien escribió que “el estilo es una expectativa defraudada” y si así fuera esta novela sería la mejor metáfora sobre cómo puede ser una novela cuando ya nada puede pasar. Tiene algo de kafkiano tanta libertad inútil.


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una destrucción sin ruinas
Alguna vez Umberto Eco dijo que se podía conocer una sociedad por sus concursos televisivos. Tal vez sea cierto. O tal vez sea una de esas frases que parecen profundas pero que encierran una perfecta banalidad: quien haya estado en la URSS unos meses antes de su desintegración podía ver infinidad de concursos sin deducir de ellos lo que estaba por ocurrir. El asunto da que pensar: quizás los concursos sirvan para comprender el mundo pero no para hacer profecías.
Como sea, el ensayista francés Gérard Wajcman propone en El objeto del siglo –magnífico libro escrito en 1998 y publicado recientemente en castellano– un concurso de lo más interesante: "¿Y si a la hora de soplar las velas de este siglo centenario se abriera un concurso para designar el Objeto del siglo XX?". La pregunta parece caprichosa, arbitraria y, porqué no, igualmente banal; pero Wajcman se las ingenia para jugar con ella, estirar el suspenso y finalmente escribir un ensayo contundente sobre el estatuto de la imagen contemporánea.
¿Cuál es la respuesta? ¿Cuál es el Objeto del siglo?
No tan rápido, vayamos por partes. Primero Wajcman da una serie de opciones: un cohete, la minifalda, la botella de plástico, un átomo, un comprimido de penicilina, una línea de cocaína, el Empire State y otros tantos por el estilo. Error. Para el autor no son objetos, son simplemente "artículos de celebración y propaganda". Avanza entonces sobre una reflexión del filósofo Jean–Christophe Bailly: las ruinas. El siglo XX, el siglo de la demolición de todo tipo. Pero rápidamente Wajcman se percata de que la ruina como imagen aparece a lo largo de toda la historia, no hay allí nada propio del siglo XX. ¿Y entonces? Entonces todo lo contrario: "el siglo XX es el siglo que inventó la destrucción sin ruina". La solución final nazi es la prueba de esa paradoja. El extermino de los judíos: la búsqueda del crimen perfecto. "No el que queda impune, sino aquel que nadie sabrá jamás que tuvo lugar". Allí residió la utopía nazi, en no dejar rastros, huellas, testigos. "La esencia de la solución final era volver a los judíos, y volverse ella misma, invisibles". De las cámaras de gas funcionando no hay fotos, no hay sobrevivientes. El acontecimiento se reconstruye a partir de testimonios, relatos, indicios. Llenando un vacío, dando sentido a una ausencia, merodeando alrededor de una falta. Aquí Wacjman es deudor de ensayos como La diferencia, de Lyotard, o Paroles Suffoquées, de Sarah Kofman, textos que se preguntan sobre el momento en que las víctimas se encuentran en la terrible condición de tener que probar su condición de víctima. El testimonio siempre es un diálogo con lo que no está.
Se va delineando algo de lo que propone Wajcman: el siglo XX fue el siglo que presentó a la imagen como ausencia, como falta, como agujero negro. Como lo sublime abstracto. Revelemos ahora una parte de la respuesta. Wajcman no elige como ganador de su concurso a un solo objeto, sino a tres. Este es uno: Shoah, el documental de Claude Lanzmann sobre el extermino. La película está armada a base de testimonios, de relatos de sobrevivientes, de testigos (el guardia de la estación donde pasaba el tren cargado de judíos, el peluquero, etcétera). No muestra los campos de concentración, no se ven fotos desgarradoras. No tiene imágenes. Sin embargo, a partir de esa ausencia, Lanzmann logra hacer presente el extermino como nadie antes. Logra mostrar los hechos como nunca antes. Shoah, escribe Wajcman, "es una obra de arte sobre esta cosa sin mirada".
Por supuesto que antes de Shoah hubo otros objetos, otras obras que hicieron presente la ausencia, que la mostraron, que expusieron su falta. El primero de todos: La rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp, de 1913. La obra es muy conocida, es simplemente una rueda de bicicleta sobre un taburete. ¿Qué dice Wajcman de los ready–made? "El ready–made consiste en introducir vacío en el objeto". Los ready–made son objetos "sin". Una rueda de bicicleta sin neumático. "Una pala para nieve sin nieve, un escurrebotellas sin botellas". ¿El objeto de la obra de arte? "Mostrar eso que no se puede ver".
Ubicar a Lanzmann como heredero de Duchamp es algo más que un golpe de ingenio. Abre la posibilidad de pensar el efecto–Duchamp como algo más profundo y radical que su herencia declarada (el pop, la abstracción de los 70), de pensar a Duchamp como el padre de una epistemología de la sustracción que marcó el siglo: la sustracción de las imágenes. Podría decirse que allí donde hay sospecha de las imágenes (en Shoah, en Barnett Newman, en Rothko, pero también en la literatura del nouveau roman y en la música serial) entonces hay el efecto–Duchamp.
Finalmente, el tercer objeto: Cuadrado negro sobre fondo blanco, de Malevitch. 1915, el comienzo de la abstracción. Esto escribe Malevitch sobre su obra: "Lo que expuse no era un simple cuadrado vacío, sino más bien la experiencia de la ausencia de objeto".
Wajcman elige esos tres objetos, pero bien podrían ser otros. Cualquier otro que remita a la experiencia vanguardista de la crítica a la representación. Cualquier objeto que se presente como ausencia. Como si la versión más radical del arte moderno se hubiera dedicado a cambiarle el sentido a la clásica expresión policial: "¡Circulando, circulando que no hay nada para ver!".


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duchamp y los efectos de la paradoja (fragmento)
Apollinaire escribió una vez que la misión de Duchamp era unir el arte con el pueblo. Poco tiempo después Duchamp envió una carta a Picabia en la que trató de dejar claro el asunto: “Apollinaire se volvió loco”.
Sucede que gran parte del secreto del éxito de Duchamp reside en haber usado a su favor un rasgo que en general es pernicioso para el arte: la inteligencia. Como es sabido, la inteligencia no es buena consejera para el arte –son memorables las páginas de Proust contra los lectores inteligentes– pero en cambio sí lo es para los ingenieros, dentistas, analistas de sistemas, diseñadores gráficos, criadores de caballos, cocineros e incluso hasta para algunos intelectuales. Vaya situación, Duchamp era artista e inteligente. ¿Cómo superar el escollo?
Para desatar ese nudo, Duchamp dedicó una energía prodigiosa, un entusiasmo perdurable, una conducta prusiana, un misticismo religioso; en síntesis, dedicó su vida entera al cumplimiento puntilloso de una ley, la ley madre que guía su obra: la ley del menor esfuerzo.
Al fin y al cabo, qué más fácil, más rápido, más económico, que designar una rueda de bicicleta como obra de arte. Su truco consiste en haberlo hecho por primera vez (el truco del arte consiste en hacerlo siempre por primera vez). Con ese gesto, entre perezoso y radical, Duchamp renuncia a la inteligencia y nos induce a ver el mundo de otro modo. Picasso decía que el arte era 5% de inspiración y 95% de transpiración. Pues bien, para Duchamp el arte era 5% de inspiración y 95% de relajación.
El descubrimiento de la ley del menor esfuerzo tenía para Duchamp valor de novedad absoluta. Para él, de manera opuesta al surrealismo, la novedad no surge de la invención de un nuevo método (la escritura automática), o de la apropiación delirante de nuevas teorías (los sueños), sino que es el producto de una transformación lingüística, de un cambio en el empleo del tiempo, de una revolución cognitiva. Cómodo y vago, encontró el camino más corto para revolucionar el arte. Descubrió que ya no se trataba de crear obra nuevas (¿sentiría Duchamp el agobio de experimentar que ya todo había sido creado?), sino de modificar radicalmente el contexto de apreciación estética. Descubrió que lo nuevo es ante todo una nueva forma de ver y comprender. A diferencia del artista de vanguardia tradicional, que crea lo nuevo y luego se declara incomprendido, Duchamp cambió primero los cánones de comprensión, y luego se declaró como lo nuevo.
(...)
Es curioso, pero si extraemos fielmente las consecuencias del uso de la ley del menor esfuerzo, aplicadas al contexto del arte y la literatura actual, llegamos a una conclusión paradójica: quizás lo propio de la vanguardia hoy, ya no sea la creación de una novedad entendida como la primera vez; sino que es vanguardista quien escribe por primera vez lo ya escrito, quien hace por primera vez lo ya hecho, quien crea por primera vez lo ya creado. Quien logra extraer de la paradoja un efecto radical: un historicismo paradójico o un vanguardismo historicista.
Bajo el designio de la paradoja, el aprendizaje tiene más que ver con el olvido que con el recuerdo, la creación más con la desmemoria que con la conciencia, y la ética –la gran coartada de la memoria– más con el cambio que con la preservación.
La llamada crisis del arte, esa sensación que comparten buena parte de los críticos y artistas, de que la posibilidad de creación se ha encogido hasta su casi desaparición (para algunos, como acusa el crítico conservador Georges Steiner, debido a Duchamp) encuentra una posibilidad de superación gracias al cambio de sentido de la propia noción de novedad y ruptura. Se trata, otra vez, de transformar el contexto realizando el menor esfuerzo posible (cuando para dedicarse a la literatura hay que hacer un gran esfuerzo, significa que ganó el contexto).
Hay que inventar una literatura y un arte que cree novedad, ya no como lo hacían los vanguardistas de principios del siglo XX, es decir como una ruptura que borra las huellas del pasado; sino como la introducción de paradojas en los discursos existentes, en el discurso del presente. Una política literaria de vanguardia podría ser ésta: encontrar paradojas allí donde no se ven, introducirlas allí donde no están.


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paradojas del filósofo (fragmento)
(…) El vanguardista es un desmemoriado, no tiene recuerdos; aprende, olvida y vuelve a aprender, aprende muchas veces lo mismo que ya había aprendido, pero para él siempre es nuevo, siempre es distinto. La creación es creación de un mundo, primero la ruptura y después la cara de asombro al ver que una y otra vez escribe lo mismo, escribe lo que ya había sido escrito antes por él mismo o por otro. La filosofía de Deleuze está atravesada por esa sensación de descubrimiento permanente. Proust y los signos es el libro donde más a fondo trata el tema: La unidad de En busca del tiempo perdido no consiste en la memoria, en el recuerdo, incluso involuntario... se trata no de una exposición de la memoria involuntaria, sino de una narración de aprendizaje. La filosofía de Deleuze es una filosofía de la paradoja. El aprendizaje tiene más que ver con el olvido que con el recuerdo, la creación más con la desmemoria que con la conciencia. La escritura vanguardista en Deleuze incluye, entonces, esta paradoja: lo propio de la vanguardia ya no es la creación de una novedad entendida como la primera vez sino que es vanguardista el que escribe por primera vez lo ya escrito, quien hace por primera vez lo ya hecho, quien crea por primera vez lo ya creado como si fuera la primera vez. Un artista vanguardista en el sentido paradójico deleuziano es Marcel Duchamp. ¿Qué otra cosa hizo Duchamp con los ready–made sino hacer por primera vez lo que ya estaba hecho y de ese modo reinventar otra vez todo? Otro ejemplo: Borges en Pierre Menard, autor del Quijote; aquí, como es conocido, se trata de escribir por vez primera lo que ya había sido escrito. La definición de literatura de Deleuze como la invención de una lengua dentro de la lengua va en esa dirección. El problema de la crisis de la vanguardia, es decir la sensación que comparten buena parte de los filósofos, críticos y artistas de que la posibilidad de creación novedosa y en ruptura con lo establecido se ha encogido hasta su casi desaparición encuentra una posibilidad de relectura optimista en el cambio de sentido de la propia noción de novedad y de ruptura. Siguiendo esta línea, la novedad ya no debería ser entendida como lo hacían las vanguardias históricas de principio de siglo, es decir como una ruptura que borra las huellas del pasado, sino como la introducción de paradojas en los discursos existentes. Una política deleuziana de vanguardia podría ser ésta: encontrar paradojas allí donde no se ven, introducirlas allí donde no están. (…)