La frase resonó en su mente, monótona y sin emoción alguna. De pronto la tensión lo abandonó; se sintió sosegado. “Será interesante ver lo que pasa”, pensó. Entonces experimentó una repentina necesidad de soltar una carcajada. El hombre del otro lado del pasillo lo miró por encima del periódico con aire suspicaz y Tom volvió la cara hacia la ventanilla. Unos raíles, paralelos a aquellos sobre los cuales se deslizaba velozmente, brillaban cegadores a la luz del sol.
“En realidad, no importa.” Durante la guerra, esta frase había sido para él una especie de frase clave, una fórmula mágica, casi un sortilegio. Antes de tener que saltar siempre estaba tenso. En cuanto se enteraba de que se aproximaba otro salto, su reacción inmediata era inquietarse por Betsy. Mentalmente veía con toda claridad a un chico de la Western Union entregándole un telegrama que empezaba así: “el Departamento de Guerra lamenta tener que comunicarle...”. Y Betsy abría el telegrama y luego subía las escaleras y entraba en el espacioso dormitorio de la abuela de Tom y le mostraba el telegrama a la abuela, y ésta le decía: “Debes estar orgullosa. Ha muerto por su patria”. Y, entonces, Betsy empezaba a soltar maldiciones... A Tom no le costaba imaginar a Betsy mirando fijamente a su abuela mientras lloraba y lanzaba maldiciones, exactamente como lo hizo su madre muchos años atrás.
El hombre del traje gris